por Norberto Bacher
15/5/2021
Una inédita sublevación popular hace retroceder al narco-gobierno uribista y desnuda al Estado terrorista
Desde hace más de quince días los espacios centrales de la prensa mundial, a través de sus diversas plataformas, muestran una Colombia convulsionada. Junto a multitudes que se convocan en las calles de ciudades y pueblos, mayormente en forma pacífica, para expresar su rechazo a las medidas económicas de ajuste fiscal dispuestas por el gobierno de Iván Duque, puede verse la acción violenta y desmedida de las fuerzas represivas del Estado, en un intento fallido de dispersar a los manifestantes.
Las causas profundas que alimentan este inesperado estallido popular aparecen, hasta el momento, mucho más fuertes que la violencia estatal con la que se intenta detenerlo y aplastarlo. Esta forma de represión masiva, que ya produjo un elevado número de asesinados, heridos y también “desaparecidos”, sólo puede aplicarse porque obedece a una decisión política de los altos mandos del Estado y no a excesos individuales de quienes cumplen las órdenes en las calles. Por el contrario, las acciones brutales que, sin disimulo, ejecutan los subordinados contra la población, forma parte de esa política criminal del Estado, que la estimula y encubre.
Terrorismo de Estado
En realidad, este accionar del Estado colombiano para paralizar las protestas sociales y acallar las rebeldías políticas, mediante el amedrentamiento y el terror, no es novedoso ni reciente. Registra un largo historial, con momentos de barbaries mayores. Como las matanzas populares ocurridas en abril de 1948 para frenar el llamado “Bogotazo”, que fue una respuesta de las masas más explotadas después que la oligarquía en el poder ordenó el sicariato de Jorge Eliécer Gaitán, un carismático líder reformista de la izquierda liberal. O el asesinato de más de cuatro mil dirigentes y militantes de la Unidad Patriótica ─ entre ellos dos candidatos a la presidencia ─ en los años 80, cuando una parte de la insurgencia guerrillera había aceptado encausar sus demandas de transformación social a través de ese agrupamiento político y por la vía electoral, luego de un acuerdo con el presidente de la época, Belisario Betancur.
Las oligarquías históricamente dominantes dejaron como herencia un Estado con un fuerte sesgo represivo para responder a las demandas sociales de las clases explotadas. Un carácter que se acentuó durante las últimas décadas del siglo pasado, con el pretexto de enfrentar a la insurgencia guerrillera. Pero el camino de la insurgencia armada fue una opción forzada por los propios partidos gobernantes tradicionales, que con el asesinato de Gaitán y la inmediata represión al pueblo movilizado daban clara muestra que las vías institucionales para los cambios sociales que las clases explotadas reclamaban estaban cerrados.
Ese largo historial represivo se agravó cualitativamente con el ascenso presidencial, en 2002, de Álvaro Uribe Vélez. Su política de “paz democrática” para terminar con la insurgencia no fue más que la asociación entre los aparatos represivos del Estado con los que había creado ─ bajo el formato de grupos paramilitares ─ la ascendente narco-burguesía, de la cual el propio Uribe es expresión. Con el agravante que esa asociación tuvo la protección y el apoyo logístico del imperialismo yanqui, a través del Plan Colombia y las bases militares con las que cuenta en territorio colombiano. Bajo el actual gobierno de Duque, que no es más que una esfinge política tras la cual operan los intereses del uribismo, ese accionar represivo del Estado asociado al paramilitarismo, a veces morigerado o más encubierto, sigue vigente. Lo prueba el saboteo gubernamental a los acuerdos de paz, trabajosamente firmados en 2016, que condujo a la desactivación y desarme de las primitivas FARC, muchos de cuyos ex combatientes, reinsertados a la vida civil, son impunemente asesinados. Lo prueba los continuos asesinatos de luchadores y dirigentes sociales en las más diversas regiones del país, que son prolijamente silenciados por los medios de comunicación mercenarios, al servicio de las elites gobernantes.
La masiva movilización popular de estas últimas dos semanas desnudó la plena vigencia de ese despiadado accionar represivo del Estado, que contrasta abiertamente con la imagen de la Colombia moderna y democrática que se publicita en los grandes centros capitalistas. Los mismos métodos represivos que fueron usados por años en las regiones campesinas contra la insurgencia o las poblaciones rurales, incluidos el uso de paramilitares disparando a gentes indefensas y helicópteros militares en apoyo a la represión territorial de las fuerzas de choque de la ESMAD (Escuadrones móviles antidisturbios) en zonas populares, ahora quedaron expuestos ante la opinión pública mundial y los organismos internacionales cuya función es cuidar la vigencia de los derechos humanos. Es poco probable que desde allí salga alguna condena efectiva contra un Estado terrorista tutelado por el imperialismo.
El malestar social
Las características del Estado terrorista permiten dimensionar el escenario político en el cual se desarrolla la movilización del pueblo colombiano. Los riesgos que implican confrontar con un gobierno sin ningún apego a las normas democráticas resaltan aún más la importancia de esta movilización popular, devenida en revuelta, que según opiniones de distintas vertientes ideológicas, es la más importante de las últimas décadas, tanto por la magnitud de su convocatoria, como por su extensión nacional y su prolongación. Por eso es importante indagar en las causas profundas que motivaron a tantos miles a asumir ese riesgo.
La movilización popular frustró la intención del gobierno de Duque de recuperar en parte las desbalanceadas cuentas del Estado (equilibrio fiscal), mediante una nueva reforma tributaria, que además de no ser la primera, se la pretendió encubrir como una forma de “solidaridad social”, con el pretexto de la pandemia.
Esto le hubiese permitido al gobierno recaudar alrededor de 6.800 millones de dólares al costo de afectar a amplios sectores de la población, entre otras razones porque subía el IVA a un 19 % y lo extendía a servicios básicos (luz, gas, agua, gastos funerarios, etcétera), además de ampliar el impuesto a la renta hacia los sectores de menos ingresos, los medios y bajos. Esto último contrastaba con el trato privilegiado que se les dio en 2019 a grandes empresas capitalistas, reduciendo o eximiéndolas directamente del pago de ese impuesto. También con el importante aumento del gasto militar, invirtiendo por ejemplo en la compra de 40 aviones de guerra.
El gobierno intentó imponer este mayor esfuerzo económico soslayando el grave deterioro de las condiciones de vida que soporta gran parte de la población: alto desempleo, casi la mitad de los empleos son informales, altos niveles de pobreza medidos por ingreso y pobreza extrema estructural (indigencia) del 15 %, con un 54 % de la población que padece inseguridad alimentaria, entre otros indicadores. Datos del organismo estatal encargado de las estadísticas permiten visualizar el empobrecimiento de las clases medias en los dos últimos años. Según un reciente informe de la CEPAL, en un continente que se caracteriza por el azote social de la desigualdad, Colombia está entre los más desiguales.
Aunque ninguna conmoción social se explica sólo por la economía, es razonable pensar que estos datos pueden esclarecer, en parte, sobre la base material que alienta el descontento, agravados ahora, porque Colombia es uno de los países de la región más afectados por la pandemia y con una de las peores gestiones de la misma.
Bajo estas circunstancias las desigualdades sociales, que siempre existieron, pueden resultar insoportables. Podría recordarse que la toma de la Bastilla de 1789 fue precedida de una hambruna parisina por el pan.
Los actores sociales
Institucionalmente, el puntapié inicial para movilizarse contra la reforma tributaria propiciada por el gobierno provino del llamado Comité Nacional de Paro (CNP), un agrupamiento encabezado por las tres centrales sindicales colombianas (CUT, CGT y CTC) y una pléyade de sindicatos no federados y organizaciones sociales de diverso tipo. En esta ocasión convocaban a un paro nacional limitado al 28 de abril bajo la consigna central de “Exigimos el hundimiento de la reforma tributaria” y “Por la vida, paz y democracia y contra el nuevo paquetazo de Duque”.
Este agrupamiento convocante tenía como antecedente inmediato su anterior llamado a un paro nacional del 21 de noviembre de 2019, que fue exitoso por cuanto movilizó multitudinariamente, pero desembocó en una mesa de negociaciones, con la cual el gobierno logró desactivar la protesta sin hacer ninguna concesión importante de los reclamos originales.
También en Colombia en el 2020 se impuso una obligada retracción a las luchas sociales a causa de la pandemia. Por eso, ni los convocantes al paro, ni el gobierno, ni ningún sector social o político estaba preparado para conducir o enfrentar ─ según su posicionamiento ─ una movilización social heterogénea, pero de una masividad inesperada. En ese sentido se puede decir que primó un alto grado de espontaneidad, que posiblemente exprese un profundo abismo entre las representaciones institucionales en el Estado, aún las opositoras al uribismo gobernante, y las demandas sociales postergadas de una gran parte de la población, que exceden ampliamente la oposición coyuntural a los nuevos impuestos. A eso debe sumarse el consenso popular que existe sobre el carácter fraudulento del acceso de Duque al Gobierno, lo cual resta legitimidad a sus decisiones y contribuye al rechazo de sus políticas.
Si bien las movilizaciones fueron mayoritariamente pacíficas, en las primeras horas hubo ataques de sectores juveniles a algunos puestos policiales conocidos como CAI (centros de atención inmediata), ubicados en zonas populares. Era una forma de expresar el repudio al permanente hostigamiento de esas fuerzas represivas, especialmente contra los sectores juveniles pobres. Ya en 2019 había antecedentes del incendio de numerosos CAI en Bogotá, después del asesinato de un joven médico. El Gobierno utilizó estas acciones tanto para justificar la represión generalizada contra “el vandalismo”, como para acusar a los grupos insurgentes y al chavismo de promover las movilizaciones.
Pese a la dura represión ejercida para frenar las movilizaciones, el Gobierno debió retroceder en los primeros dos días y anunció el retiro de las reformas tributarias propuestas, así como la forzada renuncia de su ministro de hacienda. En esta ocasión el cambio de un fusible ministerial resultó inútil. La sangre derramada en las calles alimentó el alto voltaje social de la protesta y cambió radicalmente el eje de las demandas populares: ya no se trataba de frenar una medida impositiva, sino de exigirle al gobierno de un Estado terrorista el justo castigo a los responsables de los muertos y heridos, que con el paso del tiempo se sumaban. Una demanda imposible de satisfacer para el uribismo gobernante, porque sería negarse a sí mismo.
La protesta social no sólo sumó fuerzas sociales, sino que creció en radicalidad. Principalmente protagonizada por sectores juveniles al inicio, no sólo del estudiantado como en movilizaciones anteriores, sino también de las zonas pobres y de clase media, convocó a diversidad de trabajadores independientes y organizados, a sectores medios y unos días después se sumaron los pueblos indígenas, que organizados en el Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC) marcharon hacia la ciudad de Cali, garantizando su seguridad con sus propias guardias.
Desbordado, el gobierno intentó una negociación a través del CNP el día 10 de mayo. Una convocatoria donde también estuvieron presentes un representante de la iglesia y otro del comisionado de la ONU, para ejercer presión y tratar de desactivar la movilización. Como expresó uno de sus participantes la negociación fracasó porque «El gobierno no dijo nada en concreto en los dos temas centrales que se plantearon, las garantías de las protestas y el cese a la actuación desmedida de la fuerza pública contra la gente» (Efe: declaraciones del secretario general de la CUT, Diógenes Orjuela). Presionado por las fuerzas sociales desplegadas en las movilizaciones, que no controla y lo exceden, el CNP, resolvió asumir la realidad de las calles, convocando a un nuevo paro para el miércoles 12 de mayo. Un paro que de hecho ya se estaba dando en algunos lugares, pero que volvió a reimpulsarse en varias ciudades, como Bogotá.
Como señala un compañero e intelectual marxista (Vega Cantor), la radicalización de la conciencia popular en estas casi dos semanas de movilizaciones y enfrentamientos con las fuerzas represivas puede sintetizarse en la consigna que hasta hace poco tiempo sólo era una suerte de identidad de las vanguardias políticas y ahora es asumida por el colectivo movilizado: “¡Uribe, paraco, el pueblo está berraco!”
Nada será igual
Gran parte del pueblo no sólo se ha unificado alrededor de sus derechos democráticos a manifestarse, sino que ha demostrado que no le teme a las balas asesinas. Pero la experiencia histórica enseña que las movilizaciones, por potentes que sean, necesitan encontrar una resolución política, que resuelva el problema central: a quienes sirve el Estado.
Desde esa experiencia, todo indica que el uribismo entró en su ocaso, aunque el tambaleante gobierno de Duque logre sobrevivir hasta la renovación presidencial de 2022. Ya no le sirve ni a las oligarquías neogranadinas ni al propio imperialismo como garantía de contención de las masas movilizadas.
En esa perspectiva, las distintas alternativas burguesas tratarán de capitalizar el descontento expresado en las calles. El reformista Gustavo Petro y su Pacto Histórico aparecen mejor posicionados para capitalizar el descontento popular, siempre que se aquieten las aguas de la agitación popular y se imponga un mínimo de castigo a los responsables de esta masacre social. Una remota posibilidad vista desde la situación actual.
Entre los pescadores de rio revuelto aparecen también los liberales que negociaron los acuerdos de paz de 2016, que desde su Coalición de la Esperanza buscan hacer valer su ropaje de palomas frente a la bestialidad de los halcones uribista.
Todo es incertidumbre en este momento. Pero también es expectativa esperanzada que las nuevas generaciones, que ya pusieron su cuota de sacrificio, comiencen a transitar por los caminos de su propia autoorganización, para encontrar una salida superadora de la larga crisis a la que llevaron al país las distintas fracciones de la burguesía colombiana.