Claudio Katz[1]
25/05/2022
Frecuentemente se cataloga a Rusia como un imperialismo en reconstitución. Algunas miradas utilizan ese concepto para subrayar el carácter incompleto y embrionario de su despunte imperial (Testa, 2020). Pero otras recurren al mismo enunciado, para destacar comportamientos expansivos desde tiempos remotos. Estas visiones postulan analogías con el declive zarista, semejanzas con la URSS y primacías de la dinámica colonial interna. Estas interpretaciones plantean intensos debates.
Contrastes y semejanzas con el pasado
Los enfoques que registran continuidades de larga data, observan a Putin como un heredero de las viejas capturas territoriales. Remarcan tres estadios históricos de una misma secuencia imperial con basamentos feudales, burocráticos o capitalistas, pero invariablemente asentados en la ampliación fronteriza (Kowalewski, 2014a).
Esos parentescos deben ser precisados con cautela. Es cierto que el pasado de Rusia está signado por cuatro siglos de expansión zarista. Todos los monarcas ampliaron el radio del país, para incrementar el cobro de impuestos y reforzar la servidumbre en un inmenso territorio. Las regiones conquistadas tributaban a Moscú y quedaban entrelazadas al centro, mediante la instalación de migrantes rusos.
Esa modalidad colonial interna difería del típico esquema británico, francés o español de captura de regiones exteriores. El número de zonas apropiadas era gigantesco y conformaba una zona geográfica única, continua y muy divergente de los imperios marítimos de Europa Occidental. Rusia era una potencia terrestre con reducida gravitación en los mares. Articulaba un modelo que compensaba la fragilidad económica con la coerción militar, a través de un monumental imperio de la periferia.
Lenin caracterizaba a esa estructura como un imperialismo militar-feudal, que encarcelaba a incontables pueblos. Resaltaba el carácter precapitalista de una configuración asentada en la explotación de los siervos. Las analogías que pueden establecerse con ese pasado deben tener presente las diferencias cualitativas con ese régimen social.
No existe ninguna continuidad entre las estructuras feudales que gestionaba Iván el terrible o Pedro el Grande y el dispositivo capitalista que comanda Putin. Este señalamiento es importante frente a tantas miradas esencialistas, que denuncian la naturaleza imperial intrínseca del gigante euroasiático. Con ese prejuicio el establishment occidental construyó todas sus leyendas de la guerra fría (Lipatti, 2017).
Las comparaciones que evitan esa simplificación, permiten notar la distancia que siempre separó a Rusia del capitalismo central. Esa brecha persistió en los ciclos de modernización que introdujo el zarismo con refuerzos militares, mayor expoliación de los campesinos y distintas variantes de servidumbre. La asfixiante tributación de ese régimen alimentaba un derroche de las elites consumistas, que contrastaba con las normas de competencia y acumulación imperantes en el capitalismo avanzado (Williams, 2014). Esa fractura se recreó posteriormente y tiende a reaparecer con modalidades muy diferentes en la actualidad.
Otra esfera de afinidades se verifica en la inserción internacional del país como una semiperiferia. Esa ubicación arrastra una larga historia, en una potencia que no alcanzó la cima de los imperios dominantes, pero logró sustraerse de la subordinación colonial. Un estudioso de esa categoría remonta el status intermedio, a la marginación de Rusia de los imperios que antecedieron a la era moderna (Bizancio, Persia, China). Ese divorció continuó durante la conformación del sistema económico mundial. Ese entramado se estructuró en torno a un eje geográfico del Atlántico, con modalidades de trabajo distanciadas del servilismo imperante en el universo de los zares (Wallerstein; Derluguian, 2014).
Rusia se expandió internamente, dando la espalda a ese entrelazamiento y forjó su imperio con el sometimiento interno (y reclutamiento forzoso) de los campesinos. Al mantenerse en esa arena exterior, evitó la fragilidad de sus vecinos y la regresión que sufrieron las potencias declinantes (como España). Pero no participó en el ascendente proceso que protagonizaron los Países Bajos e Inglaterra. Protegió su entorno, actuando fuera de las principales disputas por la dominación mundial (Wallerstein, 1979: 426-502).
La dinastía zarista nunca logró gestar la burocracia eficiente y la agricultura moderna que motorizó la industrialización en otras economías. Esa obstrucción bloqueó el salto económico que lograron Alemania y Estados Unidos (Kagarlitsky, 2017: 11-14). La dinámica imperial de Rusia siempre mantuvo una sostenida brecha con las economías avanzadas, que despunta nuevamente en el siglo XXI.
Contrastes con 1914-18
Algunos teóricos del imperialismo en reconstitución sitúan las semejanzas con el último zarismo, en la participación que tuvo Rusia durante la Primera Guerra Mundial (Pröbsting, 2012). Remarcan paralelos entre los declinantes actores del pasado (Gran Bretaña y Francia) y sus exponentes actuales (Estados Unidos) y entre las potencias desafiantes de esa época (Alemania y Japón) y sus émulos contemporáneos (Rusia y China) (Proyect, 2019)..
Rusia intervino en la gran conflagración de 1914 como una potencia ya capitalista. La servidumbre había sido abolida, la gran industria despuntaba en las fábricas modernas y el proletariado era muy gravitante. Pero Moscú actuó en esa contienda como un rival muy peculiar. No se alineó con Estados Unidos, Alemania o Japón entre los imperios emergentes y tampoco se ubicó con Inglaterra y Francia entre los dominadores en retroceso.
El zarismo continuaba asentado en la expansión territorial fronteriza y fue empujado al campo de batalla por los compromisos financieros, que mantenía con uno de los bandos en disputa. Fue también a la guerra para preservar su derecho a saquear el entorno próximo, pero afrontó una dramática derrota, que acentuó el revés previo frente al advenedizo imperio japonés.
El zarismo había logrado una supervivencia que no consiguieron sus homólogos del subcontinente indio o del cercano y lejano Oriente. Logró mantener la autonomía y la gravitación de su imperio durante varias centurias, pero no pasó la prueba de la guerra moderna. Fue doblegado por Gran Bretaña y Francia en Crimea, por Japón en Manchuria y por Alemania en las trincheras de Europa.
Muchos analistas occidentales sugieren semejanzas de ese fracaso con la incursión actual en Ucrania. Pero todavía no hay datos de esa eventualidad y son prematuras las evaluaciones de la contienda en curso. Además, los paralelos deberían tomar en cuenta la diferencia radical que separa al imperialismo contemporáneo de su precedente.
En la guerra de 1914-18 una pluralidad de potencias chocaba con fuerzas comparables, en un escenario muy distante de la estratificada supremacía actual que ejerce el Pentágono. El imperialismo contemporáneo opera en torno a una estructura encabezada por Estados Unidos y sostenida por los socios alterimperiales y coimperiales de Europa, Asia y Oceanía. La OTAN articula ese conglomerado bajo las órdenes de Washington, en los grandes conflictos con los rivales no hegemónicos de Moscú y Beijing. Ninguna de estas dos potencias se ubica en el mismo plano que el imperialismo dominante. Las diferencias con el escenario de principio del siglo XX son mayúsculas.
En el último reinado de los zares, Rusia mantenía una contradictoria relación de participación y subordinación con los protagonistas de las contiendas bélicas internacionales. Por el contrario, en la actualidad es duramente hostilizada por esas fuerzas. Rusia no cumple el rol de Bélgica o España como socio menor de la OTAN. Comparte con China el sitial opuesto de blanco principal del Pentágono. Al cabo de un siglo se verifica una drástica modificación del contexto geopolítico.
Tampoco reaparece en la actualidad la vieja competencia de 1914 por la apropiación del botín colonial. Moscú y Washington no compiten junto a Paris, Londres, Berlín o Tokio por el dominio de los países dependientes. Esa diferencia es omitida por las miradas (Rocca, 2020), que postulan la equivalencia de Rusia con sus pares de Occidente, en la rivalidad por los recursos de la periferia.
Ese desacierto se extiende a la presentación de la guerra de Ucrania como un choque económico por el usufructo de los recursos del país. Se afirma que dos potencias del mismo signo (Vernyk, 2022) aspiran a repartirse un territorio con grandes reservas de mineral de hierro, gas y trigo. Esa rivalidad enfrentaría a Estados Unidos y Rusia, en un choque semejante a los viejos enfrentamientos interimperialistas.
Ese enfoque olvida que el conflicto de Ucrania no tuvo ese origen económico. Fue provocado por Estados Unidos, que se autoasignó el derecho a cercar a Rusia con misiles, mientras gestionaba el ingreso de Kiev a la OTAN. Moscú buscó neutralizar ese acoso y Washington desconoció los reclamos de legitima seguridad que planteo su contrincante.
Las asimetrías entre ambos bandos saltan a la vista. La OTAN avanzó contra Rusia, a pesar de la fulminante extinción del viejo Pacto de Varsovia. Ucrania fue aproximada a la Alianza Atlántica, sin que ningún país de Europa Occidental negociara asociaciones de ese tipo con Rusia.
El Kremlin tampoco imaginó montar en Canadá o México algún sistema de bombas sincronizadas contra las ciudades estadounidenses. No contrapesó la madeja de bases militares que su adversario ha instalado en todas las fronteras euroasiáticas de Rusia. Esta asimetría ha sido tan naturalizada, que se olvida quién es el principal responsable de las incursiones imperiales.
Ya hemos expuesto además las contundentes evidencias que ilustran, cómo Rusia incumple el patrón económico imperial en sus relaciones con la periferia. No tiene sentido ubicarla en un mismo plano de rivalidad con la primera potencia del planeta. Una semiperiferia autárquica y con reducida integración a la globalización, no disputa mercados con las gigantescas empresas del capitalismo occidental.
Las lecturas en clave económica de la actual intervención rusa en Ucrania diluyen lo central. Esa incursión tiene propósitos defensivos frente a la OTAN, objetivos geopolíticos de control del espacio pos-soviético y motivaciones políticas internas de Putin. El jefe de Kremlin pretende desviar la atención de los crecientes problemas socio-económicos, contrarrestar su declive electoral y asegurar la prolongación de su mandato (Kagarlitsky, 2022). Esas metas son tan distantes de 1914-18 como del escenario imperial contemporáneo.
Diferencias con el subimperialismo
Las semejanzas con el último imperio de los zares son a veces conceptualizadas con la noción de subimperialismo. Ese término es utilizado para describir la variante débil o menor de la condición imperial, que el gobierno ruso compartiría actualmente con sus antecesores de principio del siglo XX. Se estima que Moscú reúne los rasgos de una gran potencia, pero actúa en la liga inferior de los dominadores (Presumey, 2015).
Con la misma noción se resaltan semejanzas con imperialismos secundarios del pasado como Japón y se extiende esa similitud al liderazgo de Putin con Tojo (ministro del emperador nipón) (Proyect, 2014). Rusia es ubicada en el mismo casillero de los imperios secundarios, que en el pasado emparentaban al zarismo con los mandantes otomanos o con la realeza austro-húngara.
Ciertamente el país acumula una historia imperial densa y prolongada. Pero ese elemento heredado sólo tiene significación actual, cuando las viejas tendencias reaparecen en los nuevos contextos. El agregado “sub” no esclarece ese escenario.
El imperialismo contemporáneo perdió afinidades con su antecesor del siglo diecinueve y esas diferencias se verifican en todos los casos. Turquía no reconstruye el entramado otomano, Austria no guarda resabios de los Habsburgo y Moscú no resucita la política de los Romanov. Los tres países se ubican, además, en lugares muy distintos en el orden global contemporáneo.
En todas las acepciones mencionadas, el subimperio es visto como una variante inferior del imperialismo dominante. Puede abandonar o servir a esa fuerza principal, pero es definido por su rol subordinado. Pero esa mirada desconoce que Rusia no participa en la actualidad del dispositivo imperial dominante que comanda Estados Unidos. Se destaca que actúa como una potencia relegada, menor o complementaria, pero sin especificar en qué ámbito desenvuelve esa acción.
Esa omisión impide notar las diferencias con el pasado. Moscú no participa como un imperio secundario dentro de la OTAN, sino que choca con el organismo que encarna al imperialismo del siglo XXI.
Rusia es también situada como un subimperio por los autores (Ishchenko; Yurchenko, 2019) que remiten ese concepto a su formulación inicial. Esa acepción fue desarrollada por los teóricos marxistas latinoamericanos de la dependencia. Pero en esa tradición, el subimperialismo no es una modalidad menor de un prototipo mayor.
Marini utilizó el concepto en los años 60 para ilustrar el status de Brasil y no para clarificar el rol de España, Holanda o Bélgica. Buscaba remarcar la contradictoria relación de asociación y subordinación del primer país con el dominador estadounidense.
El pensador brasileño destacaba que la dictadura de Brasilia estaba alineada con la estrategia del Pentágono, pero actuaba con una gran autonomía regional y concebía aventuras sin la venía de Washington. Una política semejante desenvuelve en la actualidad Erdogan en Turquía (Katz, 2021).
Esta aplicación dependentista del subimperialismo no tiene validez actual para Rusia, que es permanentemente hostilizada por Estados Unidos. Moscú no comparte las ambigüedades de la relación que hace varias décadas mantenían Brasilia o Pretoria con Washington. Tampoco exhibe las medias tintas de esa conexión actual con Ankara. Rusia es estratégicamente acosada por el Pentágono y esta ausencia de elementos de asociación con Estados Unidos, la excluyen del pelotón subimperial.
No hubo imperialismo soviético
Otra comparación con el siglo XX presenta a Putin como un reconstructor del imperialismo soviético. Ese término propio de la guerra fría es más sugerido que utilizado en los análisis afines al marxismo. En estos casos se da por sentada la opresión externa ejercida por la URSS. Algunos autores resaltan que ese sistema participaba del reparto del mundo, mediante incursiones externas y anexiones de territorios (Batou, 2015).
Pero esa mirada evalúa mal una trayectoria surgida de la revolución socialista, que introdujo un principio de erradicación del capitalismo, rechazo de la guerra interimperialista y expropiación de los grandes propietarios. Esa dinámica anticapitalista quedó drásticamente afectada por la larga noche del stalinismo, que introdujo formas despiadadas de represión y descabezamiento del liderazgo bolchevique. Ese régimen consolidó el poder de una burocracia, que gestionó con mecanismos opuestos a los ideales del socialismo.
El stalinismo consumó un gran Termidor en un país devastado por la guerra, con el proletariado diezmado, las fábricas demolidas y el agro estancado. En ese escenario quedó frenado el avance hacia una sociedad igualitaria. Pero ese retroceso no desembocó en la restauración del capitalismo. En la URSS no irrumpió una clase propietaria asentada en la acumulación de plusvalía y sujeta a las reglas de la competitividad mercantil. Prevaleció un modelo de planificación compulsiva, con normas de gestión del excedente y del plustrabajo amoldadas a los privilegios de la burocracia (Katz, 2004: 59-67).
Esa inexistencia de cimientos capitalistas impidió el surgimiento de un imperialismo soviético comparable a sus pares de Occidente. La nueva elite opresiva nunca contó con los soportes que brinda el capitalismo a las clases dominantes. Debió gestionar una formación social híbrida que industrializó el país, uniformó su cultura y mantuvo durante décadas una gran tensión con el imperialismo colectivo de Occidente.
La errónea tesis del imperialismo soviético está emparentada con la caracterización de la URSS como un régimen de capitalismo de estado (Weiniger, 2015), en conflicto con Estados Unidos por el despojo de la periferia. Esa equiparación registra las desigualdades sociales y la opresión política vigentes en la URSS, pero omite la ausencia de propiedad de las empresas y del consiguiente derecho a explotar el trabajo asalariado, con las normas típicas de la acumulación.
El desconocimiento de estos fundamentos alimenta las erróneas comparaciones de la era Putin con Stalin, Brezhnev o Kruschev. No registran la prolongada interrupción que tuvo el capitalismo en Rusia. Más bien suponen que en la URSS persistió alguna variedad de ese sistema y por eso destacan la presencia de una secuencia imperial ininterrumpida.
Olvidan que la política externa de la URSS no reprodujo las conductas usuales de esa dominación. Luego de abandonar los principios del internacionalismo, el Kremlin evitó el expansionismo y sólo bregaba por alcanzar algún status quo con Estados Unidos.
Esa diplomacia expresaba una tónica opresiva pero no imperialista. La capa dominante de la URSS ejercía una nítida supremacía sobre sus socios, a través de dispositivos militares (Pacto de Varsovia) y económicos (COMECON). Negociaba con Washington normas de coexistencia y exigía la subordinación de todos los integrantes del denominado bloque socialista.
Ese padrinazgo forzoso determinó impactantes rupturas con los gobiernos que resistieron el sometimiento (Yugoslavia con Tito y China con Mao). En ninguno de estos dos casos, el Kremlin logró alterar el rumbo autónomo de los regímenes que ensayaban caminos diferenciados del hermano mayor.
Una respuesta más brutal adoptó Moscú frente a la rebelión intentada en Checoslovaquia, para poner en práctica un modelo de renovación socialista. En ese caso, Rusia envió tanques y gendarmes para aplastar la protesta.
Lo ocurrido con Yugoslavia, China y Checoslovaquia confirma que la burocracia moscovita hacía valer sus exigencias de potencia. Pero esa acción no se inscribía en las reglas del imperialismo, que recién afloran al cabo de treinta años de vigencia del capitalismo. En Rusia comienza a despuntar un imperio no hegemónico, que no continúa el fantasmal imperio soviético.
Las evaluaciones del colonialismo interno
Algunos autores subrayan la incidencia del colonialismo interno en la dinámica imperial de Rusia (Kowalewski, 2014b). Recuerdan que el colapso de la URSS condujo a la separación de 14 repúblicas, junto al mantenimiento de otros 21 conglomerados no rusos en la órbita de Moscú.
Esas minorías ocupan el 30% del territorio y albergan a una quinta parte de la población, en condiciones económico-sociales adversas. Esas desventajas se verifican en la explotación de los recursos naturales que el Kremlin administra a su favor. La administración central captura, por ejemplo, gran parte de los ingresos petroleros de Siberia Occidental y del Lejano Oriente.
Las nuevas entidades supranacionales de las últimas décadas convalidaron esa desigualdad entre regiones. Por esta razón han sido tan conflictivas las relaciones de la Comunidad Económica de Eurasia (2000) y la Unión Aduanera (2007), con los socios de Bielorrusia, Kazajstán, Armenia, Georgia, Kirguistán y Tayikistán.
Esas asimetrías presentan, a su vez, una doble cara de presencia colonizadora rusa en las zonas aledañas y emigración de la periferia hacia los centros, para nutrir la mano de obra barata demandada en las grandes urbes. Esta dinámica opresiva es otro efecto de la restauración capitalista.
Pero algunos autores relativizan ese proceso, recordando que la herencia de la URSS no es sinónimo de mero dominio de la mayoría rusa. Destacan que el idioma prevaleciente operó como una lengua franca, que no obstruyó el florecimiento de otras culturas. Consideran que ese diversificado localismo permitió la gestación de un cuerpo autónomo de administradores, que en las últimas décadas se divorció con gran facilidad de Moscú (Anderson, 2015).
La colonización interna ha coexistido, además, con una composición multiétnica que limitó la identidad nacional rusa. Ese país emergió más como un imperio integrado por varios pueblos que como una nación definida por la ciudadanía común.
Es cierto que durante el stalinismo hubo nítidos privilegios a favor de los rusos. La mitad de la población sufrió las devastadoras consecuencias de la colectivización forzosa y los traslados compulsivos. Se consumó una brutal remodelación territorial, con castigos masivos a los ucranianos, tártaros, chechenos o alemanes del Volga, que fueron desplazados hacia zonas alejadas de su terruño.
Los rusos ocuparon nuevamente los mejores lugares de la administración y los mitos de ese nacionalismo fueron transformados en un ideal patriótico de la URSS. Pero esas ventajas fueron también neutralizadas por las mixturas de los emigrados y la asimilación de los desplazados, que acompañó al inédito crecimiento de posguerra.
Esa absorción no borró las atrocidades previas, pero modificó sus consecuencias. En la prosperidad que primó hasta los años 80, la convivencia de naciones atenuó la supremacía gran rusa. En la URSS no se verificó el colonialismo tardío que imperó en Sudáfrica y persiste en Palestina. Los privilegios de los rusos étnicos no implicaron racismo o apartheid.
Pero cualquiera sea la evaluación del colonialismo interno, corresponde puntualizar que esa dimensión no es determinante del eventual papel de Rusia como una potencia imperialista. Ese status es determinado por la acción externa de un estado. Las dinámicas opresivas internas sólo complementan un rol definido en el concierto global.
El sometimiento de minorías nacionales está presente en incontables países de porte mediano, que nadie situaría en el selecto club de los imperios. En Medio Oriente, Europa Oriental, África y Asia hay numerosos ejemplos de padecimientos sufridos por las minorías marginadas del poder. El maltrato de los kurdos no convierte, por ejemplo, a Siria o Irak en países imperialistas. Esa condición se define en el ámbito de la política exterior.
Complejidad de las tensiones nacionales
Los enfoques que resaltan la gravitación opresiva de la rusificación, ponderan también la resistencia a esa dominación. Por un lado, denuncian la exportación programada del principal grupo étnico para asegurar los privilegios que gestiona el Kremlin. Por otra parte, remarcan la progresividad de los movimientos nacionales que confrontan con la tiranía de Moscú (Kowalewski, 2014c)
Pero en esos conflictos no se verifica sólo la pretensión rusa de preservar supremacía en áreas de influencia. También se juega el propósito norteamericano de socavar la integridad territorial de su rival y el interés de las elites locales, que pugnan por una tajada de los recursos en disputa (Stern, 2016).
La mayoría de las repúblicas escindidas de la tutela moscovita ha seguido secuencias semejantes de oficialización del lenguaje local en desmedro de los ruso-parlantes. Ese renacimiento idiomático apuntala la construcción práctica y simbólica de las nuevas naciones, en el ámbito militar, escolar y ciudadano.
Occidente suele propiciar las fracturas que Moscú intenta contrarrestar. Esa tensión profundiza el choque entre minorías, que frecuentemente cohabitan en localidades muy próximas. En muy pocas ocasiones la población es consultada sobre su propio destino. El fanatizado nacionalismo que auspician las elites locales obstruye esa respuesta democrática.
Estados Unidos incentiva todas las tensiones. Primero apuntaló la desintegración Yugoslavia y erigió una gran base militar en Kosovo para monitorear el radio aledaño. Luego alentó la independencia de Letonia, una corta guerra de Moldavia para incentivar la secesión y una fracasada embestida de su presidente georgiano contra Moscú (Hutin, 2021).
Los grupos dominantes nativos (que propician la creación de nuevos estados) suelen revitalizar viejas tradiciones o construyen esas identidades desde cero. En los cinco países de Asia Central, el yihadismo ha jugado un importante papel en esas estrategias.
El caso reciente de Kazajistán es muy ilustrativo de los conflictos actuales. Una oligarquía de ex jerarcas de la URSS se apropió allí de los recursos energéticos, para compartir lucros con las petroleras de Occidente. Instrumentó un desenfrenado neoliberalismo, suprimió derechos laborales y forjó un nuevo estado repatriando a los kazajos étnicos. De esa forma potenció el idioma local y la religión islámica, para aislar a la minoría ruso-parlante. Había logrado consumar ese operativo hasta la reciente crisis, que desembocó en el envío de tropas y la consiguiente restauración del padrinazgo de Moscú (Karpatsky, 2022).
Nagorno Karabaj ofrece otro ejemplo de la misma exacerbación del nacionalismo para afianzar el poder de las elites. En un enclave de pobladores armenios que convivieron durante siglos con sus vecinos del territorio azerí, dos grupos dominantes han disputado la pertenencia del mismo territorio. Los armenios obtuvieron victorias militares (en 1991 y 1994), que fueron recientemente revertidas por los triunfos azeríes. Para asegurar su custodia de la zona (y disuadir la creciente presencia de Estados Unidos, Francia y Turquía), Rusia auspicia salidas concertadas del conflicto (Jofré Leal, 2020).
Atribuir la enorme diversidad de tensiones nacionales a la mera acción dominante de Rusia es tan unilateral, como asignar un perfil invariablemente progresista a los protagonistas de esos choques. En muchos casos hay legítimos reclamos, instrumentados en forma regresiva por las elites locales en sintonía con el Pentágono. La simplificada impugnación del imperialismo ruso impide registrar esas circunstancias y complejidades.
Un status irresuelto
Muchos teóricos del imperio en reconstitución, pierden de vista que Rusia carece actualmente del nivel cohesión política requerido para esa remodelación. El desplome de la URSS no generó un programa unificado de la nueva oligarquía o de la burocracia que maneja el estado. El trauma suscitado por esa implosión dejó una gran secuencia de disputas.
El proyecto imperialista es efectivamente promovido por sectores derechistas, que motorizan aventuras externas para lucrar con el redituable negocio bélico. Esa fracción reaviva las viejas creencias del nacionalismo gran ruso y sustituye el tradicional antisemitismo por campañas islamófobas. Confluye con la derecha europea en la oleada marrón, emite demagógicas diatribas contra Bruselas y Washington y focaliza sus dardos contra los inmigrantes.
Pero ese segmento imbuido de añoranzas imperiales confronta con la internacionalizada elite liberal, que propicia una fanática integración a Occidente. Ese grupo propaga los valores anglo-americanos y aspira a lograr un lugar para el país en la alianza transatlántica.
Los millonarios que integran este último bando resguardan su dinero en los paraísos fiscales, administran sus cuentas desde Londres, educan a sus hijos en Harvard y acumulan propiedades en Suiza. La experiencia padecida con Yeltsin ilustra cuán demoledoras son las consecuencias de cualquier gestión estatal de esos personajes, que se avergüenzan de su propia condición nacional (Kagarlitsky, 2015).
Navalny es el principal exponente de esa minoría endiosada por medios de comunicación norteamericanos. Desafía a Putin con el descarado sostén del Departamento de Estado, pero afronta las mismas adversidades de sus antecesores. El respaldo externo de Biden y el sostén interno de un sector de la nueva clase media, no borra el recuerdo de la demolición perpetrada por Yeltsin.
La disputa de ese sector liberal encandilado con Occidente, con sus rivales nacionalistas se desenvuelve en un amplio campo de la economía, la cultura y la historia. Las grandes figuras del pasado han resurgido como estandartes de ambos grupos. Iván el Terrible, Pedro el Grande y Alejandro II son evaluados por su aporte a la convergencia de Rusia con la civilización europea o por su contribución al espíritu nacional. La élite liberal que desprecia a su país choca con la contra-élite que añora el zarismo. Ambas corrientes afrontan serios límites para consolidar su estrategia.
Los liberales quedaron desacreditados por el caos que introdujo Yeltsin. Putin asienta su prolongada gestión en el contraste con esa demolición. Su liderazgo incluye cierta recomposición de tradiciones nacionalistas amalgamadas con el resurgimiento de la Iglesia ortodoxa. Esa institución recuperó propiedades y opulencia con el auxilio oficial a las ceremonias y el culto.
Ninguno de esos pilares aportaba hasta ahora el sustento requerido para apuntalar acciones externas más agresivas. La invasión de Ucrania es el gran test de esos cimientos. Contra esas aventuras conspira la conformación multiétnica del país y la ausencia de un Estado-nación convencional.
El propio Putin suele declamar su admiración por la vieja “grandeza de Rusia”, pero hasta la incursión a Kiev manejaba con cautela la política exterior, combinando actos de fuerza con sostenidas negociaciones. Buscó el reconocimiento del país como un jugador internacional, sin avalar la reconstrucción imperial propiciada por los nacionalistas. La continuidad de ese equilibrio se juega en la batalla de Ucrania.
Las miradas que dan por consumada la reconstitución de un imperio ruso prestan poca atención a los frágiles pilares de esa estructura de dominación. Pierden de vista que Putin no hereda seis siglos de feudalismo, sino tres décadas de convulsivo capitalismo.
La acotada escala de un curso potencial dominante de Rusia es registrada con mayor acierto, por los autores que exploran distintas denominaciones (imperialismo en desarrollo, imperialismo periférico), para aludir a un status embrionario.
La búsqueda de un concepto singular diferenciado del imperialismo dominante es el propósito de nuestra indagación. La categoría de imperio no hegemónico en formación propone una aproximación a esa definición. Pero la clarificación del tema exige continuar con la revisión de otros enfoques, que evaluaremos en nuestro próximo texto.
30-4-2022
Resumen
Muchas diferencias separan al escenario actual del antecedente zarista. La confluencia de Rusia con las potencias de Occidente ha quedado sustituida por serios choques. Esa confrontación determina tendencias expansivas de otro tipo. Las comparaciones con la URSS omiten la ausencia de capitalismo bajo ese sistema. Hubo mecanismos de opresión externa, pero no un imperialismo soviético.
El lugar secundario de Rusia en la jerarquía imperialista no es sinónimo de subimperialismo. Tampoco prevalece una relación ambigua con los dominadores del mundo. El colonialismo interno ha resurgido, pero no define la condición imperial, ni determina el signo de los movimientos nacionales en el espacio pos-soviético.
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[1] Economista, investigador del CONICET, profesor de la UBA, miembro del EDI. Su página web es: www.lahaine.org/katz