Posted on: 17 marzo, 2023 Posted by: MULCS Comments: 0

Claudio Katz[1]

17-marzo-2023

La dominación de Estados Unidos sobre América Latina no tiene equivalentes en otras partes del mundo. En ninguna otra zona mantuvo un control tan directo con intervenciones tan sostenidas. Siempre consideró a la región como una simple prolongación de su propio territorio.

Por esta singular gravitación, el retroceso de la primera potencia al sur del Río Grande es ilustrativa de la crisis del poder norteamericano. Washington pierde posiciones en su viejo feudo a un ritmo asombroso.

Las evidencias de este declive en plano económico han sido contundentes luego del fracaso del ALCA. La fallida integración comercial y financiera de toda la región bajo su control, afectó un mercado tradicional del capitalismo estadounidense. Ese frustrado proyecto no fue reemplazado por ningún otro plan del mismo porte. Los tratados bilaterales no dieron el resultado esperado y el viejo anhelo de supremacía panamericana quedó archivado.

Esta adversidad económica se extiende al plano geopolítico-militar. La erosión del liderazgo yanqui no fue revertida en las últimas dos décadas con mayor despliegue del Comando Sur, la IV Flota, las bases de Colombia o la presencia de la DEA, la CIA y el FBI. La Casa Blanca no pudo repetir las ocupaciones de Granada (1983) o Panamá (1989). Reforzó el bloqueo a Cuba y ensayó complots contra Venezuela, pero no logró reconstruir la OEA, ni organizar el contragolpe continental que ansiaba el Grupo de Lima.

El mismo retroceso se corrobora en el plano ideológico. El “sueño americano” ya no deslumbra con antes. Persiste la exaltación del capitalismo puro y también la adulación de la empresa o la idealización de la competencia, pero la referencia estadounidense perdió su tradicional y excluyente centralidad. Las dificultades que afronta la economía del Norte disuaden las apologías del pasado. El acrecentamiento de la desigualdad torna además inverosímil, la identificación del sistema político estadounidense con el bienestar de las mayorías.

También pierde adeptos la vieja imagen de la primera potencia como protectora del continente. Sólo para decrecientes sectores de las elites regionales continúa encarnando los valores comunes de la humanidad. La intervención internacional de Washington ya no es vista como el único antídoto frente al caos. Salta a la vista que los marines sólo intervienen para asegurar los beneficios de una minoría capitalista del Norte. Esta revisión general del rol de Estados Unidos ha sido precipitada por la impetuosa llegada de un nuevo jugador externo.

Fracasos frente al sorpresivo desafiante

La fulminante expansión de China en América Latina corrobora el deterioro de la dominación estadounidense. El gigante asiático no repite el perfil competitivo de Europa o Japón, que en distintas ocasiones incursionaron sin éxito sobre la región controlada por Washington. Durante la segunda mitad del siglo XX, esas intervenciones estuvieron siempre restringidas a ciertas ramas de la economía y nunca amenazaron la primacía general de la primera potencia.

La llegada de China presenta otra magnitud e introduce una inédita cuña en toda la región latinoamericana, que los dominadores del Norte denominaron en forma despectiva el Patio Trasero. La velocidad de esa penetración asiática no tiene precedentes. Comenzó en la esfera comercial a través de operaciones que escalaron a un ritmo del 26% anual. El volumen de ese intercambio saltó de 18 mil millones de dólares (2002) a 450 mil millones (2021). China se ha convertido hoy en el principal socio de Argentina, Brasil, Chile, Perú y Uruguay y en el segundo México y Colombia (Quian; Vaca Narvaja, 2021).

El interés inicial de Beijing estuvo centrado en la adquisición de materias primas. Apostó a garantizar su provisión de insumos, en la región que alberga las mayores reservas del planeta. Desafío abiertamente al custodio yanqui de esas riquezas. En América Latina se localiza el 40 % de la biodiversidad mundial, el 25 % de los bosques y el 28 % de las fuentes acuíferas. También cuenta con el 85 % de los depósitos conocidos de litio, el 43 % del cobre, el 40 % del níquel y el 30 % de la bauxita. China tomó nota de ese acervo para sostener su extraordinario crecimiento.

Esa arremetida reproduce en América Latina la expansión del gigante oriental en el resto del mundo. Pero en este caso, socava directamente la preeminencia de su principal rival, en un territorio de vieja primacía estadounidense. La sorpresa de Washington ha sido mayúscula y el establishment no logra definir un contragolpe frente a semejante reto. Nunca imaginó que el avance asiático podía alcanzar esta dimensión en sus propios dominios.

China aprovechó el fracaso del ALCA que afrontó Bush y las vacilaciones de Obama en el manejo del libre comercio, para introducir sus convenios en la región. Por esa vía logró ocupar en tan sólo 20 años, un lugar muy próximo a Estados Unidos en toda la zona.

Trump intentó una virulenta reacción proteccionista. Congeló el sendero multilateral, adoptó la agenda del sector interno americanista y buscó la recaptura de los viejos mercados cautivos. Pero su apuesta mercantilista tampoco dio resultado. No revirtió el déficit comercial de Estados Unidos con China, ni mejoró el superávit yanqui con los clientes latinoamericanos.

El magnate tan sólo logró un respiro con una renovación del tratado con México (TMEC), que dejó conformes a las firmas estadounidense y aseguró los enormes beneficios de las maquilas. Introdujo, además, barreras a las empresas alemanas y japonesas que intentan penetrar el mercado del Norte. También impuso el veto a los atractivos convenios que China ofrece a México desde hace veinte años.

Pero esos logros no compensan la pérdida de espacios frente a Beijing en todo el continente. Estados Unidos no pudo expandir su modelo del T-MEC al resto de Centroamérica y el Caribe. Tampoco consiguió evitar que gobiernos muy afines a Occidente amplíen sus acuerdos con China.

Este fracaso económico tuvo correlatos políticos. La contraofensiva de Trump para alinear a los presidentes derechistas de la región con Washington, no logró efectos significativos sobre los negocios. En ningún caso, indujo a las clases dominantes de la región a retacear sus intercambios con Beijing.

La adversidad que afronta Estados Unidos salta la vista, en una comparación de la gestión de Trump con su antecesor Nixon. Para confrontar con el desafío creado por la renovada competitividad de las economías de Alemania y Japón, ese mandatario republicano dispuso en los años 70 la inconvertibilidad del dólar y una fuerte suba de aranceles. Pactó con China para separarla de la URSS y compensó la derrota de Vietnam, con el éxito de su socio Pinochet en Chile y con la contraofensiva de su apéndice israelí en Medio Oriente.

Por el contrario, todas las iniciativas geopolíticas de Trump fueron inconsistentes, timoratas y revertidas por su propio gestor antes de alcanzar algún resultado. Vaciló en la guerra comercial con China, exhibió incontables vaivenes frente a Rusia, combinó las diatribas con la inacción ante Corea e Irán y no pudo imponer sus exigencias de militarización a Europa. Este contraste frente a Nixon ofrece otro indicio del retroceso actual de Estados Unidos.

La contraofensiva fallida

Estados Unidos ya no recurre a ofertas de libre comercio para frenar la expansión de China, puesto que no logra competir en ese terreno con su rival. El intercambio sin aranceles siempre fue el estandarte de las economías más competitivas. Se transformó en el gran emblema de Londres en siglo XIX, de Washington en la centuria pasada y de Beijing en la actualidad.

Estados Unidos sólo adoptó ese principio cuando su economía comenzó a doblegar a los competidores. En ese momento, los sectores aislacionistas perdieron la partida frente a sus pares globalistas, que impusieron la agenda de la liberalización.

En América Latina ese curso fue anticipado por el panamericanismo y extendido posteriormente con programas de apertura comercial. Al concluir la Segunda Guerra Mundial, la bandera del libre comercio quedó asociada a una economía estadounidense que triplicaba al PBI de la URSS, quintuplicaba el volumen productivo de Gran Bretaña y albergaba a la mitad de la actividad industrial del orbe (Anderson, 2013: 97-102).

El declive de esa productividad fue perceptible primero frente a las reconstruidas economías de Japón y Alemania y ha quedado actualmente transparentado por el ascenso de China. La competitividad del gigante asiático explica su fervorosa defensa de la desregulación comercial en las Cumbres de Davos. La fidelidad formal a ese ideal en el grueso de Occidente, contrasta con la promoción real de esa meta por el nuevo epicentro de Oriente.

El fracaso de la respuesta proteccionista a esa disyuntiva que ensayó Trump, indujo a Biden a probar instrumentos keynesianos para emparejar la carrera con China. Llegó a la Casa Blanca con una retórica de New Deal y audaces propuestas de mayor gasto público, para recomponer los ingresos y apuntalar la inversión en infraestructura. Prometió revertir las reducciones impositivas y penalizar los paraísos fiscales, para reunir los recursos que exige el relanzamiento de la economía estadounidense.

Biden no retomó el multilateralismo de Obama, ni las iniciativas de libre comercio de sus predecesores globalistas. Sólo pretendió alguna aproximación a ese curso, para encender los motores del resurgimiento norteamericano. Pero esa estrategia no arrancó en el primer bienio de su mandato.

Su paquete de incremento del gasto público obtuvo mucho menos que lo esperado en el Congreso, ante el rechazo de los Republicanos y los reparos de su propia bancada. Primero el lobby de las farmacéuticas bloqueó cualquier restricción al imperio de las patentes, luego las grandes empresas vetaron las mejoras de las prestaciones sociales y el incremento de los impuestos. Posteriormente los banqueros objetaron la ampliación del gasto público y finalmente las compañías petroleras obstruyeron el despegue de una economía verde.

Todas las iniciativas de financiación ambiental, mayor atención médica e impuestos progresivos han quedado transformadas en inconexos paquetes de incentivos convencionales. El relanzamiento keynesiano debe lidiar, además, con el nuevo escenario de inflación que sucedió a la pandemia y con el renovado gasto militar que introdujo la guerra de Ucrania (Tooze, 2022).

Este freno obstruye el demorado relanzamiento de los proyectos comerciales transatlánticos y transpacíficos, que Estados Unidos mantiene en la indefinición. El bloqueo que afrontan esas iniciativas confirma los atascos de la primera potencia. La primacía internacional del dólar, las ventajas en la alta tecnología y la gravitación del Pentágono, no aportan el sustento suficiente para disputar con China. Por esa razón, Biden no logra revertir el continuado avance del dragón oriental en América Latina.

Las clases dominantes de la región redoblan sus negocios con China, contrariando todas las presiones de Washington para obstruir esos emprendimientos. Biden repite el fracaso de su antecesor, que no logró quebrantar esa asociación. Los dos delfines de Trump en la región -Macri y Bolsonaro- sólo amagaron algunas medidas iniciales de distanciamiento con Beijing. Esos tanteos fueron abandonados, cuando los exportadores de ambos países exigieron preservar sus enormes ventas a China (Lo Brutto; Crivelli, 2019). La demora que introdujo Macri en las obras de infraestructura financiadas por Beijing y el coqueteo de Bolsonaro con Taiwán quedaron neutralizados por las exigencias del gran capital local.

Esa continuidad en la relación financiera y comercial con Beijing es la respuesta pragmática de las clases dominantes latinoamericanas, a la ausencia de ofrecimientos compensatorios por parte de Estados Unidos (Fuenzalida, 2022). Trump simplemente se enfadó con Argentina, Jamaica, Panamá y Colombia, luego de exigir rupturas sin contrapartidas de ningún tipo. Biden modificó la retórica, pero busca recrear el mismo padrinazgo estadounidense con poco soporte complementario.

Su proyecto impositivo internacional ejemplifica esa fragilidad de propuestas para los socios latinoamericanos. La iniciativa penaliza la evasión, mediante una nueva tasa impositiva a las grandes empresas asentadas en los paraísos fiscales. Pero como ese gravamen sería cobrado tomando en cuenta la localización de las casas matrices (y no los lugares de producción), los 100.000 millones de dólares que aportaría al fisco serán integralmente embolsados por las economías del centro. Washington obtendría un nuevo flujo de fondos, con recursos en gran medida generados en los territorios latinoamericanos (Página 12, 2021). Biden mantiene la vieja tradición de esquilmar a esa región, pero sin frenar la expansión de un rival que negocia con todos los capitalistas locales del ¨Patio Trasero¨.

La Ruta de la Seda en la región

La batalla por la supremacía económica en América Latina se dirime también en el terreno de los megaproyectos internacionales. China está embarcada en forjar un gigantesco

cinturón de infraestructuras, puertos y rutas, que ya sumó a los 145 países que albergan al 70 % de la población y al 55 % del producto bruto mundial. La Ruta de la Seda involucra una concesión de préstamos por 8000 billones de dólares y supera los planes de reconstrucción que sucedieron a la Segunda Guerra Mundial.

Ese colosal emprendimiento avanza en medio de las tormentosas tensiones suscitadas por la guerra, la inflación y el cortocircuito de suministros, que irrumpió después de la pandemia. China debe lidiar, además, con los conflictos generados por el endeudamiento de los países que participan en su proyecto. Ya es un gran acreedor de economías muy frágiles (Mongolia, Laos, Maldivas, Montenegro, Yibuti, Tayikistán y Kirguizistán) y refinancia los compromisos con países muy afectados por esos pasivos (Bangladesh, Tanzania o Nigeria).

La negociación de cada tramo de la Ruta de la Seda provoca, además, conflictos con los participantes que aumentan su participación sin consultar a los socios regionales. Las tratativas que mantuvo Italia a espaldas de Europa ejemplifican esas tensiones. Pero en esta gran variedad de circunstancias, China apuesta fuerte frente a un desconcertado espectador estadounidense.

Este problemático escenario se ha extendido a América Latina. En tan sólo cuatro años la Ruta de la Seda sumó a 20 países de la región, que comienzan a lograr una incidencia comparable al continente africano en ese proyecto. Argentina fue la incorporación más reciente y con este ingreso sumó presión para el ingreso de los tres ausentes de peso: Brasil, México y Colombia.

La economía del Cono Sur fue tentada con mayores créditos para financiar la adquisición de manufacturas y servicios de China. Argentina recibe menos presiones de Washington contra Beijing que México o Colombia y tiene menos industria para proteger de la avalancha importadora que Brasil. Pero las ofertas que está evaluando Itamaraty, están a tono con la expansión del intercambio comercial de Brasil con China, que saltó de 2000 millones de dólares (2000) a 100.000 millones (2020).

México mantiene pendiente una respuesta a la propuesta de concertar un TLC directo con Beijing, que está vetado por las cláusulas del T-MEC suscripto con Estados Unidos. Muchas voces impulsan la adopción de ese conflictivo paso, a fin de situar al país en un status de real equidistancia frente a los dos poderosos del planeta (Dussel Peters, 2022). Pero esa apuesta introduce una carta que por ahora nadie quiere jugar.

China negocia con todos sus interlocutores, sin exigir los mismos compromisos que suele demandar Estados Unidos. No arrastra una tradición de acreedor que consuma apropiaciones de territorios, empresas o recursos de los deudores insolventes.

Los juicios por “incumplimientos” de las obligaciones tramitados en un organismo arbitral (CIADI), ilustran la magnitud de las penalidades que imponen las empresas estadounidenses (o europeas) a los estados latinoamericanos. El número de esos castigos saltó de 6 (1996) a 1.190 (2022) por compensaciones que superan los 33.000 millones de dólares (Ferrari, 2022).

El paso de tiempo zanjará todos los interrogantes sobre el comportamiento futuro de China ante situaciones semejantes. Algunos analistas estiman que el gigante oriental ya comenzó a prevenir escenarios de ese tipo (Ecuador Today, 2021), sustituyendo los créditos de Estado a Estado por préstamos privados con garantías de activos (Marco del Pont, 2022). Pero la efectivización de estos resguardos aún no se ha verificado y China continúa exhibiendo un perfil más amigable que su competidor norteamericano. Avanza con la Ruta de la Seda a una velocidad que descoloca al mandante estadounidense.

La inconsistencia de América Crece.

Frente a la impactante arremetida de China, Trump auspició una muralla defensiva desde el 2019 con su proyecto de América Crece. Alentó sobre todo acuerdos privilegiados de América Latina con firmas estadounidenses, en los sectores más prometedores de la actividad energética. Promovió especialmente inversiones para expandir las conexiones del gas mexicano a Centroamérica y para aumentar la presencia yanqui en las redes eléctricas de Colombia, Ecuador, Perú y Chile. Puso especial énfasis en las reservas de gas de Bolivia y en los yacimientos de Vaca Muerta (Argentina) y el Presal (Brasil).

Para acelerar esas iniciativas colocó a su delegado en la presidencia del BID (Mauricio Claver Carone) y forzó el otorgamiento de un mega crédito del FMI al insolvente Estado argentino. Promovió, además, una drástica modificación de los sistemas vigentes de compras estatales y propuso suscribir compromisos en forma expeditiva, salteando negociaciones y controles parlamentarios. Recurrió al formato trumpiano de forzar en tiempo récord acuerdos de dudosa legalidad.

Pero con ese improvisado libreto, el magnate no logró introducir ninguna alternativa a la Ruta de la Seda. Sus iniciativas quedaron flotando en el laxo universo de los proyectos, mientras los gobiernos latinoamericanos continuaban concertando acuerdos efectivos con clientes y proveedores de China. El aura que rodeó al lanzamiento de América Crece se extinguió, antes de suscitar algún interés significativo.

Esas indefiniciones recrearon las tensiones dentro de Estados Unidos entre las fracciones proteccionistas y globalistas. Ese conflicto reforzó la obstrucción a una iniciativa carente de soportes financieros estatales de envergadura. América Crece fue concebido como un plan de apertura de negocios para el sector privado, que define cuáles son las inversiones a desenvolver.

Este abordaje se ubica en las antípodas del sostén directo del Estado que propicia China. Mientras que América Crece está sujeto al visto bueno de cada empresa estadounidense, la Ruta de la Seda avanza con los fondos provistos por Beijing. Sin esa billetera directa, Washington no puede competir con su rival asiático.

Biden heredó esa obstrucción sin aportar ninguna solución. Retomó el mismo esquema de América Crece, con la denominación más pomposa de Alianza para la Prosperidad Económica de las Américas (APEP). Ha puesto mayor énfasis en el programa complementario de incentivos al retorno de las firmas yanquis afincadas en Asia (Back to the Americas). También apuntaló los fondos del BID para ofrecer créditos de equiparación con China y buscó reducir la enemistad generada con la región por su precursor, desplazando a los funcionarios trumpistas de ese organismo (Merino; Morgenfeld, 2021).

Las negociaciones establecidas con 11 países latinoamericanos para motorizar el nuevo proyecto avanzan en forma muy lenta y no despiertan el interés que en el pasado suscitó el ALCA (Oppenheimer, 2023). La convocatoria a expandir en Centroamérica el modelo de asociación con México (T-MEC), no resuelve ninguno de los problemas que paralizaron la iniciativa de Trump.

El enorme déficit fiscal que arrastra el Tesoro estadounidense, restringe la oferta del dinero requerido para desenvolver ese tipo de propuestas. Esa carencia de fondos limita el relanzamiento keynesiano interno que imaginó Biden y obstruye la competencia externa con el gigante oriental. Por eso el BID navega en la indefinición, mientras que el Foro China-CELAC incrementa su agenda bilateral. Estados Unidos no logra, además, forjar las articulaciones políticas conseguidas en el pasado con el Consenso de Washington.

La magnitud del retroceso estadounidense es muy visible, mediante una simple comparación con las iniciativas que adoptaba la Casa Blanca en los los años sesenta, para neutralizar el impacto de la revolución cubana. En ese momento recurrió a la Alianza para el Progreso con montañas de créditos e inversiones en todos países, sin afrontar rivalidades económicas de ninguna otra potencia en la región. En la actualidad, Estados Unidos no cuenta con esos recursos y confronta con un competidor chino que penetra su propio ¨Patio Trasero¨. Las burguesías latinoamericanas, que en esos años se alineaban en forma automática con su mandante, ahora ponen distancia y barajan su propio juego.

Retrato de un gran desconcierto

La reciente Cumbre de las Américas ilustra el retroceso de Estados Unidos en la región. Ese evento es la principal instancia de articulación política del continente y cada uno de los ocho encuentros celebrados en las últimas tres décadas retrató el estado de esas relaciones.

En las tres primeras Cumbres (Miami-1994, Santiago de Chile-1998, Québec-2001) fue muy visible la recuperación lograda por Washington, con el auge del neoliberalismo y el desplome de la URSS. Pero ese resurgimiento quedó abruptamente revertido en el cuarto evento (Mar del Plata-2005) con la derrota del ALCA. Ese giro coincidió con la erosión de la unipolaridad y el debut de una secuencia de fracasos estadounidenses.

Obama gestionó un escenario de empate en las tres Cumbres posteriores (Puerto España-2009, Cartagena-2012, Panamá-2015). No pudo concretar los tratados bilaterales sustitutos del ALCA y debió aceptar la presencia de Cuba. Desplegó incluso una retórica conciliatoria de equivalencia de todos países y se distanció del Panamericanismo.

Trump modificó en forma radical ese libreto a fin de restaurar la dominación explicita del imperio. Combinó las exhibiciones de fuerza con los desplantes a las reuniones y se ausentó de la propia Cumbre (Lima-2018), para eludir protestas y rechazos a sus provocaciones xenófobas. Pero ese faltazo tan sólo encubrió el fracaso de sus conspiraciones contra Venezuela y el naufragio de la coalición ultraderechista que intentó edificar en la región.

En el reciente encuentro (Los Ángeles-2022), Biden afrontó un cúmulo mayor de adversidades. Diagramó una agenda con todos los tópicos en boga (energía limpia, infraestructura digital, economía verde, gobernabilidad democrática), para encubrir su propósito de retomar la primacía estadounidense (Lucita, 2022). Intentó una demostración de fuerza con la exclusión de Nicaragua, Cuba y Venezuela, para agraciar a los derechistas de la Florida y asumió el doble papel de anfitrión formal y patrón del encuentro. Pero con esta repetición de una grosería propia de Trump, precipitó las protestas que arruinaron el evento.

México encabezó la ausencia de los gobiernos que no aceptaron las exclusiones e indujo un vaciamiento de la propia Cumbre. La reunión se mantuvo como un espectáculo chapucero, cuestionado por casi todos los concurrentes (Casari, 2022). Las exclusiones fundadas en violaciones a los derechos humanos resultaron particularmente absurdas, en plena reconciliación yanqui con el monarca criminal de Arabia Saudita. Biden quedó desairado incluso por varios gobiernos derechistas que optaron por el faltazo (Morgenfeld, 2022).

Esa ausencia le impidió avanzar, en el pacto previsto para contener el aluvión de migrantes en distintos territorios de Centroamérica. Tampoco logró el ansiado aval para las sanciones contra Rusia y tuvo que aceptar un principio de anulación de las exclusiones en los futuros encuentros. Los oradores que postularon ese principio se transformaron en los verdaderos protagonistas de la Cumbre. Ni siquiera las alusiones de la Casa Blanca a un inminente conflicto bélico mundial, alinearon a los gobiernos latinoamericanos con su hermano mayor (Rangel, 2022).

Lo ocurrido retrató el cambio de las relaciones de fuerza imperantes en la región. Estados Unidos tantea arremetidas, sin revertir las adversidades que afronta y comienza a competir con encuentros promovidos por el rival chino, que no excluyen a ningún concurrente. A diferencia de Mar del Plata, la Cumbre de Los Ángeles no naufragó por el despunte de un alineamiento latinoamericano, sino por la propia impotencia de la administración estadounidense.

El recurso militar subyacente

Estados Unidos intenta contrarrestar sus falencias económicas con mayor acción geopolítica y militar. Esa carta es barajada por todos los ocupantes de la Casa Blanca, para contener la presencia china y doblegar la autonomía de las clases capitalistas locales.

Ambos propósitos son compartidos por la cúpula de los Republicanos y Demócratas, que propician combinar políticas de agresión y negociación, para recomponer el poder estadounidense. La mixtura del garrote con los buenos modales, persiste como el principal combo de todas las administraciones de Washington.

Ningún mandatario del Norte contempla la hipótesis de una retirada estadounidense de América Latina. Esa inflexibilidad es un ingrediente intrínseco de la primera potencia, que no puede (ni quiere) concertar con China, el traspaso de dominios que acordó con Gran Bretaña en la primera mitad del siglo XX.

Estados Unidos pretende conservar su primacía haciendo valer la monumental estructura militar que mantiene el Pentágono en la región. El Comando Sur, la IV Flota y las bases de Colombia articulan un dispositivo de envergadura muy semejante al desplegado por los marines en el Golfo Pérsico o el Mediterráneo.

América Latina es la base histórica del intervencionismo estadounidense. Entre 1948 y 1990 el Departamento de Estado estuvo involucrado en el derrocamiento de 24 gobiernos. En 4 casos actuaron efectivos estadounidenses, en 3 prevalecieron los asesinatos de la CIA y en 17 hubo golpes teledirigidos desde Washington. Gran parte de esas asonadas fueron perpetradas por los 70.000 militares que entrenó el Pentágono entre 1961 y 1975, para consumar matanzas de todo tipo.

La “guerra contra las drogas” ha sido la modalidad más reciente de esas escaladas. Incluyó una perdurable presencia de la DEA, especialmente en México, Colombia, Perú y Bolivia. Dejó una dramática cifra de latinoamericanos asesinados, sin ningún efecto en la reducción del narcotráfico. Esa inoperancia fue consecuencia de la propia acción de la CIA, que toleró la comercialización de estupefacientes para complementar su financiamiento.

Ese circuito facilitó, además, ganancias multimillonarias a los fabricantes de armas y a los bancos, que transforman el dinero negro en operaciones corrientes. Por ese lavado, las entidades involucradas en el delito -como por ejemplo Wells Fargo- fueron penalizadas con multas irrelevantes (Miguel, 2022).

El Departamento de Estado siempre disfraza sus agresiones con pretextos inverosímiles. Los marines y la embajada han sido tradicionalmente presentados como salvadores de enemigos muy cambiantes. Primero fueron los comunistas, luego los talibanes, posteriormente los narcotraficantes y últimamente los terroristas. Hollywood contribuye activamente a esa mascarada masificando estereotipos, que en cada coyuntura se amoldan a las mistificaciones propiciadas por Washington (Cook, 2022).

Estados Unidos cuentan en la actualidad con 12 bases militares en Panamá, 12 en Puerto Rico, 9 en Colombia, 8 en Perú, 3 en Honduras, 2 en Paraguay. Mantiene, además, instalaciones del mismo tipo en Aruba, Costa Rica, El Salvador, Cuba (Guantánamo). En las islas Malvinas, el socio británico asegurar una red de la OTAN conectada con los emplazamientos del Atlántico Norte (Rodríguez Gelfenstein, 2023).

Pero Washington adopta su estrategia a restricciones que no afrontaba en el pasado. Ya no puede despachar gendarmes, con el mismo descaro que imperaba en la segunda mitad del siglo XX. Prioriza su actividad en las sombras, para derrocar gobernantes molestos e instalar dictadores afines.

Basta observar la confesión reciente de un alto funcionario de Trump (Bolton), para notar cuán persistente es la minuciosa preparación estadounidense de los golpes de estado (El País, 2022). Los hombres de Washington sostienen, además, la feroz represión que descarga la usurpadora Boularte contra el pueblo peruano (Ruiz, 2023).

Con la misma crudeza y sin ningún filtro, la jefa del Comando Sur proclamó el derecho del Pentágono a manejar como propios los recursos naturales de América Latina (Reyes, 2022).  Con ese mandato, un cuerpo de ingenieros norteamericano remodela el circuito navegable de los ríos que atraviesan Paraguay. En su confrontación con Beijing, Washington evita cualquier distensión de su presencia militar en el ¨Patio Trasero¨.

Sanciones contra Rusia para alejar a China

La subordinación geopolítica de las cancillerías latinoamericanas es otro instrumento de la contraofensiva estadounidense contra China. El Departamento de Estado intenta utilizar la guerra de Ucrania, para comprometer a los gobiernos latinoamericanos en las campañas de condena a Putin. Exige penalizar la incursión rusa sin ninguna mención de la OTAN. Esta presión apunta a doblegar las resistencias de numerosos mandatarios a un ciego alineamiento con Washington.

Los castigos a Moscú que exige Estados Unidos buscan reducir el margen de autonomía de la región. Con ese tipo de sometimiento, la Casa Blanca sepultó durante el siglo XX todos los vestigios de independencia latinoamericana.

Los grandes medios de comunicación comandan esa presión para forzar la reprobación de Moscú que demanda Washington. Potencian el clima de rusofobia que se ha instalado en la opinión pública y cuestionan las vacilaciones en emitir censuras más virulentas contra Putin. Esta campaña apunta resucitar la OEA y a neutralizar la CELAC.

La presión yanqui no ha dado ningún resultado sobre los mandatarios enfrentados con la Casa Blanca (Venezuela, Bolivia, Cuba y Nicaragua), pero ha incidido sobre las administraciones que periódicamente oscilan entre el distanciamiento y la sumisión a Washington (Argentina, Chile). En distintas ocasiones esos gobiernos han aportado los votos de censura contra Rusia que exige el mandante del Norte.

Estados Unidos no disimula su irritación con México por soslayar esos pronunciamientos y el propio presidente de Ucrania ha criticado duramente a López Obrador. Cuestiona su propuesta de cese de hostilidades y una tregua de cinco años. La misma tensión se ha extendido a Itamaraty desde la asunción de Lula.

El clima belicista que propicia Estados Unidos no ha sumado muchos adherentes en América Latina. El grueso de la región se mantiene lejos de la tensión guerrera que impera en Europa. Por esa razón, la petición del Pentágono a varios gobiernos -para que envíen pertrechos de origen ruso al ejército ucraniano- ha sido frontalmente rechazada (Kersffeld, 2023). Washington no ha logrado recrear el tradicional sometimiento a sus maniobras geopolíticas.

Esa limitación contrasta con la subordinación que impuso a Europa. La diferencia obviamente obedece a la localización del conflicto en el Viejo Continente. Pero esa sumisión a Washington antecedió a la guerra en curso y fue cuidadosamente programada por los estrategas de la OTAN. En su larga y traumática experiencia con el opresor yanqui, América Latina ha generado más anticuerpos que Europa a las provocaciones del Departamento de Estado (Beluche, 2023).

La Casa Blanca no oculta los propósitos económicos de su arremetida. Extorsiona a todos los países para que anulen sus escasos negocios con Rusia. Exigen que Ecuador corte sus ventas de plátanos, que Paraguay reduzca sus exportaciones de carne, que Brasil restrinja sus colocaciones de soja y café y que México anule su comercialización de autos, ordenadores y cerveza. La presión sobre Argentina se concentra en el delicado tema de la energía nuclear (López Blanch, 2022).

Pero como la incidencia económica de Rusia en América Latina es muy reducida, el principal propósito estadounidense apunta hacia otra dirección. Pretende utilizar el conflicto de Ucrania para socavar la presencia del aliado chino de Moscú. Biden está obsesionado con esa contención de Beijing. Sabe que la cuenta regresiva por el control de los recursos naturales de la región se acelera y está urgido por restaurar la dominación yanqui.

La batalla por los minerales a utilizar en la transición energética es una prioridad de esa puja con China. Varios países latinoamericanos detentan los insumos que las dos potencias pretenden acaparar (Feliu, 2022). El belicismo es la principal carta de Estados Unidos para ganar esa disputa.

El persistente acoso al ALBA

La contraofensiva imperial incluye nuevas andanadas contra el bloque de gobiernos latinoamericanos más enemistados con Washington (ALBA). Esa escalada contra Cuba, Venezuela, Nicaragua y Bolivia fue transparentada en la exclusión de estos países de la Cumbre de las Américas. Biden intentó archivar los exabruptos de Trump al inicio de su gestión, pero posteriormente adoptó las posturas agresivas que sintonizan con su propia trayectoria. El actual presidente apoyó a Thatcher en la Guerra de Malvinas, sostuvo los crímenes del Plan Colombia y apañó las operaciones de la DEA en Centroamérica.

La Casa Blanca ha retomado sus grandes gastos en diplomacia, financiamiento de fundaciones y protagonismo de las embajadas, para remodelar alianzas con el establishment latinoamericano. Además, es muy sensible al lobby ultraderechista de Miami que exige acciones de brutal intervencionismo.

Esa influencia se verifica, ante todo, en la continuidad de las agresiones contra Cuba. Biden no derogó la tipificación de ese país como estado terrorista e intentó expulsar a la delegación de La Habana del Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas.

El mandatario actual no es la excepción, en la larga lista de presidente yanquis que han intentado destruir la revolución cubana, mediante el bloqueo y las conspiraciones armadas. La primera potencia nunca se repuso de su mayor derrota en la región y no se ha resignado a convivir con un proceso socialista a 90 millas de Miami. Ese desafío tuvo un enorme efecto de largo plazo, al demostrar la vulnerabilidad de Estados Unidos en su propio feudo. Cuba sentó las bases de un paulatino viraje autónomo de toda la región.

Es cierto que Washington logró contener la onda expansiva de la revolución hacia el resto del continente, durante la oleada general de los años 60-70. También frenó el rebrote centroamericano de la década posterior. Recurrió al terror de las dictaduras y a una guerra de desgaste que remató con la invasión a Panamá.

Como en otras partes del mundo, Estados Unidos compensó su gran derrota en Cuba con otros logros de contención contrarrevolucionaria. En el Lejano Oriente perdió a China y a Vietnam, pero reconquistó a Indonesia, frenó a Corea y doblegó a Birmania y Filipinas. Un equilibrio del mismo tipo podría ser expuesto para el caso latinoamericano (Anderson, 2013). Pero Cuba tuvo un impacto de mayor alcance para la dominación imperial, porque se consolidó en el propio entorno de la primera potencia. Al igual que todos sus antecesores, Biden no ha podido lidiar con esta adversidad.

Desde la Casa Blanca intentó sostener también el hostigamiento a Venezuela con nuevas provocaciones, como el secuestro del diplomático Alex Saab y la continuada confiscación de bienes venezolanos en distintas partes del mundo.

Estas usurpaciones incluyen toneladas de oro en el Banco de Inglaterra y las propiedades de CITGO, que es la octava refinería de Estados Unidos y el mayor activo externo de PDVSA. El gobierno bolivariano ha logrado recuperar otra empresa inmovilizada en Colombia (Petroquímica Monómeros) y disputa la recuperación de un avión retenido en Argentina.

El acoso imperial a Venezuela ha sido el más largo y brutal de la última época. Incluyó todo tipo de complots y estuvo motivado por el evidente interés de recuperar el manejo estadounidense de las mayores reservas petroleras del continente (Petras, 2019).

Biden también mantuvo la financiación de la oposición nicaragüense para desplazar a Ortega y promulgó una ley que habilita nuevas sanciones. Además, dio su visto bueno a varias conspiraciones en Bolivia, pero ha tomado nota de las dificultades que afronta Estados Unido en la región.

Compromisos e indefiniciones

Los desplantes e inconsistencias de Trump en América Latina dejaron un saldo de fracasos para Washington que Biden no ha revertido. Para lidiar con esa adversidad combina el continuismo con tanteos de otra política.

El deterioro de la OEA persiste, el Grupo de Lima está deshecho y ningún organismo efectivo hace valer las exigencias de Estados Unidos. Biden busca un reacomodamiento para lograr esa adaptación, pero no encuentra una guía para sus acciones.

Inauguró su gestión despidiendo a los personajes más reaccionarios que había instalado Trump en el Departamento de Estado. También tomó distancia de viejos aliados derechistas de El Salvador y Guatemala para limpiar la imagen de su gestión.

Ha retomado con gran intensidad las listas que elabora el Departamento de Justicia, para exigir la extradición de funcionarios comprometidos con la corrupción o el narcotráfico. Esa individualización alcanza a 62 personajes de Guatemala, Honduras y El Salvador, que ocuparon cargos en gobiernos afines a Washington. Algunos ex presidentes (como Orlando Hernández) y sus familiares (o allegados) han sido deportados y encarcelados en Estados Unidos.

Como ya ocurrió con Noriega, el actual mandante yanqui se desvincula de sus siervos en desgracia. Con este tipo enjuiciamiento extraterritorial, hacer valer su autoridad, echa lastre sobre su propio pasado y reafirma el principio de imponer sus leyes en otros territorios. De esa forma intenta disciplinar a todos los gobiernos a sus necesidades (Veiga, 2022). Esa política se ha extendido a Sudamérica, con la forzada renuncia del vicepresidente de Paraguay por simple exigencia del embajador estadounidense.

Biden también insinúa un costado más pragmático y sustituye los actos de fuerza por negociaciones con sus interlocutores más contestatarios. Mantiene con López Obrador una relación muy diferente a la prepotencia de Trump y en lugar de construir el muro, acordó formas de contención de los migrantes en el sur mexicano. Esas normas fueron precisadas, en el encuentro entre presidentes que sucedió al choque registrado durante la Cumbre de las Américas.Actualmente negocia, además, un convenio más audaz con Venezuela para adquirir el petróleo encarecido por la guerra de Ucrania. Estados Unidos necesita importar crudo desde localizaciones más cercanas para asegurar su abastecimiento, sostener la venta de gas a Europa y mantener las sanciones a Rusia.

Varias empresas yanquis ya acordaron reiniciar las perforaciones para aumentar la capacidad de extracción de los pozos venezolanos. Pero ese operativo requiere el levantamiento de las sanciones y un reconocimiento del gobierno bolivariano, que Biden soslaya por las enormes implicancias políticas de ese paso. Esa reconciliación constituiría un antecedente para extender la misma estrategia a Irán y la Casa Blanca no logra dirimir como incidiría ese giro sobre la pulseada con China.

Como en otros tópicos calientes Biden pospone las decisiones, mientras continúa ajustando su política exterior. La contraofensiva imperial es una reacción para recomponer fuerzas, pero las iniciativas de largo plazo no han madurado aún en el comando norteamericano.

Los atolladeros en el vecindario

La vertiginosa penetración que ha logrado China en América Latinacorrobora la impotencia del belicismo yanqui, para contrarrestar el retroceso económico estadounidense. En ninguna otra región del mundo, Washington ha ejercido una preeminencia tan manifiesta. Si sus armas, espías y embajadores no logran contener en esta zona la maquinaria de negocios de Beijing, tiene pocas posibilidades de conseguir ese freno en otros rincones del planeta. Por esa razón América Latina es un test del futuro.

La llegada de China a la región, erosiona el control directo que Estados Unidos ha ejercido en el continente durante mucho tiempo, ante la ausencia de rivales. A diferencia de Asia, la Casa Blanca gestionó ese comando en todo el continente, sin el auxilio de viejas potencias (Japón) o socios de gran porte (Australia). A diferencia de Medio Oriente, no utiliza apéndices estratégicos integrados a su propia estructura imperial (Israel). Los gendarmes regionales supervisados por el Pentágono (Colombia), nunca tuvieron ese grado de simbiosis con el establishment del Norte. A diferencia de Europa Oriental, Estados Unidos tampoco recurrió a sus socios de la OTAN, para dirimir disputas estratégicas con Rusia.

 Lo que siempre distinguió la dominación estadounidense de América Latina fue su injerencia directa, explicita y avasallante al sur del Río Grande. Por esa razón, la llegada de China es tan significativa.

Estados Unidos nunca se privó de desplegar todo tipio de acciones para exhibir dominación y hacerle saber a las clases dominantes locales quién ejerce la jefatura. Recurrió a un variado menú de cooptaciones, chantajes o amenazas para explicitar ese liderazgo. Pero esa combinación de códigos guerreros y retórica de convivencia, ya no disuade los negocios de las burguesías latinoamericanas con Beijing.

Ese fracaso coloca al dominador yanqui en una situación inédita y carente de libretos. No afronta un desafío revolucionario desde abajo (como en los años 60-70), ni una competencia geopolítica (equivalente a la guerra fría). Tampoco puede replegarse como los imperios decadentes frente a la descolonización africana. Debe lidiar en el terreno de la competencia económica y recurre a presiones militares que no logran su cometido. Las singularidades del rival chino -que analizaremos en el próximo texto- explican ese atolladero estadounidense.

Resumen

Estados Unidos pierde primacía económica en América Latina frente a la avasallante presencia de China. No encuentra recetas para contrapesar ese protagonismo que amenaza con su tradicional dominación. Su pérdida de productividad le impide batallar en el terreno del libre comercio y ofrece pálidos negocios a sus socios regionales. Por el contrario, China introduce aceleradamente su Ruta de la Seda en Latinoamérica, sin ninguna tradición de apropiaciones compulsivas.

 La respuesta intentada con la APEP no tiene la proyección del ALCA, ni el soporte del Consenso de Washington. El fracaso de la Cumbre de Los Ángeles retrató esas limitaciones. Pero Estados Unidos no contempla ninguna retirada y afianza la presencia del Pentágono. También redobla la presión geopolítica para alinear a la región contra Moscú y Beijing, escalando agresiones contra los gobiernos radicales. Sus vacilaciones socavan esa contraofensiva en el atolladero latinoamericano. 

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[1] Economista, investigador del CONICET, profesor de la UBA, miembro del EDI. Su página web es: www.lahaine.org/katz