Posted on: 23 marzo, 2023 Posted by: MULCS Comments: 0

Claudio Katz[1]

23-marzo-2023

China no improvisó su arrollador desembarco en América Latina. Diseñó un plan estratégico de expansión codificado en dos libros blancos (2008 y 2016). Primero jerarquizó la suscripción de Tratados de Libre Comercio con los países conectados a su propio océano. Posteriormente incentivó la articulación de esos convenios, en el conglomerado zonal de la Alianza del Pacífico (AP).

Esa avanzada comercial fue sucedida por una oleada de financiamiento, que en la última década alcanzó 130 mil millones de dólares en préstamos bancarios y 72 mil millones en adquisiciones corporativas. Esa consolidación crediticia fue afianzada con una secuencia de inversiones directas, centradas en obras de infraestructura para mejorar la competitividad de su abastecimiento.

Esa enorme red de puertos, caminos y corredores bioceánicos abarata la adquisición de materias primas y la colocación de los sobrantes industriales. América Latina ya es el segundo mayor destino de ese tipo obras, que se expanden a un ritmo galopante. Con el soporte chino se construyen actualmente nuevos puentes en Panamá y Guyana, metros en Colombia, dragados en Brasil, Argentina o Uruguay, aeropuertos en Ecuador, ferrocarriles e hidro vías en Perú y carreteras en Chile (Fuenzalida, 2022).

La adquisición de empresas se concentra en los segmentos estratégicos del gas, el petróleo, la minería y los metales. China apetece el cobre de Perú, el litio de Bolivia y el petróleo de Venezuela. Las firmas estatales de la nueva potencia desenvuelven un papel protagónico en esas capturas. Anticipan o determinan la presencia subsiguiente de las compañías privadas. El sector público chino alinea todas las secuencias a seguir en cada país, en función de un plan diagramado por Beijing.

La entidad financiera de ese comando (Banco Asiático de Inversión en Infraestructura), provee los fondos requeridos para elevar las tasas de inversión directa a los niveles récord de la región. Esos promedios anuales saltaron de 1.357 millones de dólares (2001-2009) a 10.817 (2010-2016) y transformaron a Latinoamérica en el segundo mayor destino de colocaciones de ese tipo.

China comienza a coronar su penetración económica integral con la provisión de tecnología. Ya disputa la primacía de sus equipos 5G, a través de tres empresas insignias (Huawei, Alibaba y Tencent). Negocia contra reloj en cada país la instalación de esos equipos, en choque con sus competidores de Occidente. Logró acuerdos favorables en México, República Dominicana, Panamá y Ecuador, mientras tantea la predisposición de Brasil y Argentina (Lo Brutto; Crivelli, 2019).

Astucia geopolítica

China captura los mercados de América Latina, combinando audacia económica con astucia geopolítica. No confronta abiertamente con el rival estadounidense, pero para concertar convenios exige a todos sus clientes la ruptura de relaciones diplomáticas con Taiwán.

Ese reconocimiento del principio de “una sola China” es la condición de cualquier acuerdo comercial o financiero con la nueva potencia. A través de esta vía indirecta, Beijing consolida su peso global y corroe el tradicional sometimiento de los gobiernos latinoamericanos a los dictados de Washington.

Es muy llamativa la velocidad con que China consiguió imponer ese cambio. La influencia que había logrado mantener Taiwán hasta el 2007 en Centroamérica y el Caribe fue erosionada por la diplomacia de Beijing, que volcó a su favor a Panamá, la República Dominicana y El Salvador. Esa secuencia demolió a las representaciones de Taipéi, que tan sólo conservaron oficinas en pequeños o relegados países de la región, al cabo de una asombrosa secuencia de rupturas (Regueiro, 2021)

Ese resultado es muy impactante, en una región tan sensible a los intereses de Estados Unidos. El gigante del Norte siempre privilegió la cercanía de esa zona y su gravitación para el comercio mundial. China penetró en ese corazón de la influencia yanqui, erradicando a las delegaciones taiwanesas y transformándose en el segundo socio de la zona.

Beijing asentó su incidencia regional luego de afirmar su presencia en Panamá, quebrando la aplastante dominación que ha ejercido Washington sobre el istmo. Un gobierno proyanqui y declaradamente neoliberal afianzó negocios con China, luego de la disuasiva presión que ejerció el gigante asiático, con su amenaza de construir un canal alternativo en Nicaragua.

El abandono de ese proyecto fue seguido por la ruptura con Taiwán, la conversión de Panamá en el país centroamericano de mayores inversiones chinas y en el sitio elegido para una línea de tren de alta velocidad (Quian; Vaca Narvaja, 2021). Esos datos propinan un golpe de magnitud del predominio que ha ejercido Estados Unidos.

Beijing extendió esta misma estrategia a Sudamérica y negocia con gran tenacidad la ruptura de Paraguay, que es uno de los 15 países del mundo que aún mantiene el reconocimiento de Taiwán. También en este caso actúa con gran paciencia, ocupando paulatinamente mayores espacios y sin confrontar abiertamente con Washington. Las ofertas de negocios son la tentadora prenda que ofrece Beijing a las elites pronorteamericanas. Convoca a priorizar los réditos económicos, en desmedro de las preferencias ideológicas.

Durante la pandemia, China añadió otra carta al coctel de atracciones que pone a disposición de los gobiernos latinoamericanos, para ganar su favoritismo. En el dramático escenario prevaleciente durante la infección, desenvolvió una inteligente diplomacia del barbijo con grandes ofertas de las vacunas. Aportó el material sanitario que la administración de Trump retaceaba a sus tradicionales protegidos del hemisferio.

Beijing proporcionó cerca de 400 millones de dosis de vacunas y casi 40 millones de piezas sanitarias, cuando esos productos escaseaban y Washington respondía con indiferencia a las peticiones de sus vecinos del sur. El contraste entre la buena voluntad de Xi Jin Ping y el brutal egoísmo de Trump añadió otro impulso a la aproximación de América Latina con China.

Negocios sin sostén militar

China concentra sus baterías en la esfera económica evitando choques en el plano geopolítico o militar. Ha seleccionado el campo de batalla más favorable para su perfil actual. Circunvala el universo bélico y apuesta todas sus barajas al avance de la Ruta de la Seda.

Ese rumbo coloca a la nueva potencia en un terreno distante de la norma imperial, que presupone la utilización de fuerzas extraeconómicas para conseguir ventajas, en la pugna por mayores porciones del mercado mundial.

Ese distanciamiento del imperialismo tradicional distingue a China del rumbo seguido en el pasado por otras potencias. No repite el sendero de Japón o Alemania, que en la centuria pasada optaron por la confrontación militar.

China protege sus fronteras, moderniza sus tropas e incrementa su presupuesto bélico al mismo ritmo que su desarrollo productivo. Pero no despliega esa fuerza por el mundo al compás de la vertiginosa internacionalización de su economía. Divorcia estrictamente sus negocios del sostén militar y no acompaña sus inversiones con bases, tropas o efectivos que garanticen el repago de sus inversiones.

Beijing se arriesga a conformar un nuevo entramado de negocios más autonomizado de la vieja protección imperialista. Espera que la propia globalización de la economía contrarreste las tendencias a la dislocación y al consiguiente desenlace confrontativo. La factibilidad de ese horizonte en el mediano plazo es muy dudosa, pero en el interregno ha creado un escenario inédito. Una potencia captura enormes porciones de la economía mundial, sin hacer valer la correspondiente fuerza militar. El imperialismo norteamericano no ha encontrado hasta ahora ninguna respuesta frente a semejante desafío.

China responde con gran contundencia a cualquier amenaza en sus fronteras terrestres y extiende su presencia al cordón marítimo del país. Recuerda con grandes exhibiciones de fuerza, que Taiwán forma parte de su territorio. Pero esa firmeza militar no se traslada a otros puntos del planeta, donde la nueva potencia se ha transformado en inversor dominante o socio principal. En esas regiones de Asia, África o América Latina, continúa privilegiando los tratados de libre comercio, la adquisición de empresas o la simple captura de los recursos naturales.

Al cabo de varias décadas de intensa expansión sólo ha instalado una base militar, en un punto estratégico de África (Djibuti) y no ha participado en ningún conflicto armado. Afrontó en los años 60 tensiones armadas con India y chocó con Vietnam en la crisis camboyana. Pero esos datos del pasado no reaparecen en la estrategia defensiva actual.

El comportamiento de China en América Latina ofrece otro categórico ejemplo de ese rumbo. Beijing conoce la gran sensibilidad de Washington, frente a cualquier presencia foránea en un territorio que considera propio. Por esa razón exhibe especial prudencia en esta región. Evita injerencias en el ámbito político y se limita a ganar posiciones con fructíferos negocios. Su única exigencia extraeconómica involucra sus propios intereses de reafirmar el principio de “una sola China”, mediante rupturas con Taiwán.

La singularidad de esta política salta a la vista en la comparación con la desplegada por Moscú. Aunque los intereses económicos de Rusia en la región son infinitamente más reducidos que los ya gestados por China, Putin ha exhibido en varias ocasiones la presencia de sus tropas, en ejercicios militares conjuntos con Venezuela. Con esos actos despliega una lógica geopolítica de reciprocidad, para disuadir agresiones de Washington en sus propias fronteras euroasiáticas.

Ese tipo de presencia bélica simbólica en el hemisferio de un enemigo es totalmente inconcebible para China. A diferencia de Rusia, restringe su accionar militar al propio campo y soslaya cualquier acto fuera de esa órbita. Esta conducta excluye por ahora a la nueva potencia oriental del casillero imperial.

Denuncias habituales, cuestionamientos hipócritas

Los voceros de la Casa Blanca suelen denunciar los propósitos imperialistas de la presencia china en América Latina. Alertan contra el expansionismo de Beijing y subrayan su intención de reestablecer su dominación milenaria, desde un nuevo basamento al sur del Río Grande. Señalan que la penetración comercial constituye el anticipo de una próxima implantación político y militar (Povse, 2022).

Esas advertencias nunca incluyen evidencias de algún tipo. Los agentes del imperialismo norteamericano observan a su rival, como un par que debería seguir su misma conducta. Pero ese presupuesto no tiene hasta ahora corroboración.

Un contundente abismo separa a la expansión china del patrón imperial estadounidense. Beijing no cuenta con bases militares en Colombia, ni mantiene una flota en el Caribe. Tampoco utiliza sus embajadas para organizar conspiraciones. No financió los complots de Guaidó, el golpe de estado de Añez, el desplazamiento de Zelaya, la remoción de Aristide o la destitución de Lugo.

China tampoco repite las asonadas de la CIA, las operaciones de la DEA o las capturas del FBI. Hace negocios con todos los gobiernos, sin incidir en la política interna. La contraposición con el descarado intervencionismo de Washington salta a la vista.

Estos elementales contrastes son omitidos en la presentación de China como una potencia que retoma sus antiguas ambiciones imperiales. Los denunciantes compensan su carencia de datos con advertencias de acontecimientos futuros. Reconocen que su rival no tiene bases militares en la región, pero anuncian su próxima instalación. Aceptan que la economía es el principal instrumento de su competidor, pero alertan contra los efectos coloniales de esa modalidad. Corroboran el respeto chino de la soberanía latinoamericana, pero anuncian la inminente vulneración de ese principio.

Algunos exponentes de esas inconsistencias afirman que la dominación china irrumpirá a través de la cultura, el idioma o las costumbres (Urbano, 2021). Pero no explican cómo se produciría ese abrupto desplazamiento del predominio occidental en la vida social latinoamericana. Ocultan, además, la pesadilla opuesta de una centuria de prejuicios racistas contra las minorías asiáticas en la región.

La campaña contra el “neocolonialismo” chino que difunde una publicación de la fuerza aérea estadounidense es particularmente ridícula (Urbano, 2021). Omite su especialidad en bombardeos a la población civil de varios continentes. Basta observar el listado de esas incursiones para notar la hipocresía de Washington. Desde el fin de la Segunda Guerra, Estados Unidos consumó ataques contra Corea y China (1950-53), Guatemala (1954, 1960), Indonesia (1958), Cuba (1959-1961), Congo (1964), Laos (1964-1973), Vietnam (1961-1973), Camboya (1969-1970), Granada (1983), Líbano (1983, 1984), Libia (1986, 2011, 2015), Salvador (1980),  Nicaragua (1980), Irán (1987), Panamá (1989), Irak (1991, 2003, 2015), Kuwait (1991), Somalia (1993, 2007-2008, 2011), Bosnia (1994, 1995), Sudán (1998), Afganistán (1998, 2001-2015), Yugoslavia (1999), Yemen (2002, 2009, 2011), Pakistán (2007-2015) y Siria (2014-2015).

Los denunciantes de China olvidan esa atroz secuencia, para resaltar los efectos malignos de la “diplomacia de la deuda” que desarrolla Beijing. Consideran que su rival utilizará ese instrumento para someter a las insolventes economías de la región.

Ese peligro efectivamente existe, pero su enunciación carece de credibilidad en boca de los expertos en cobrar pasivos con invasiones de marines y ajustes del FMI. Lo que se vislumbra como una amenaza con China, es la práctica habitual de Estados Unidos en las últimas dos centurias.

Los críticos imperialistas de la presencia asiática, tampoco omiten la reiterada contraposición entre la democracia que propicia Washington y el autoritarismo que alienta Beijing. Pero la difusión de ese mito choca con el récord de dictaduras diseñadas por el Departamento de Estado para la región.

Otros voceros de la Casa Blanca eluden los elogios a Estados Unidos en sus denuncias de la presencia china. La duplicidad de ese contrapunto es tan alevosa que prefieren soslayarla. Se limitan a advertir el avance del rival, con simples llamados a contener esa expansión. Algunos estiman que la primera potencia ya perdió la dominación de África y debe priorizar la conservación de América Latina (Donoso, 2022).

Estas confesiones ilustran el grado de retroceso imperial que constata una parte de la elite estadounidense. Observan con más realismo la estratégica pérdida de posiciones en el propio continente, sin encontrar recetas para revertir ese repliegue.

Sin agresiones, pero en desmedro de la región

La errónea denuncia de China como una potencia semejante a Estados Unidos se fundamenta a veces en la banalización del concepto de imperialismo. A fin de suscitar el interés del lector, cualquier avanzada de Beijing en plano comercial o financiero es tipificada en esos términos. La noción es presentada como sinónimo de vileza, sin ninguna preocupación por su trasfondo conceptual.

Esa mirada suele confundir la dependencia económica, que generan los convenios desfavorables que suscribe América Latina con el gigante asiático, con la opresión política imperial. Ambos procesos mantienen vínculos potenciales, pero pueden desenvolverse por carriles separados y es importante registrar los momentos de cruce o divorcio de ambos cursos.

El imperialismo supone el uso explicito o implícito de la fuerza, para garantizar la supremacía de las empresas de una potencia opresara, en el territorio de una economía dominada. Existen incontables evidencias de este tipo de agresiones por parte de Estados Unidos, pero hasta ahora no hay indicio de esos atropellos por parte China. Esta diferencia se corrobora en todos los países de América Latina.

La acción militar foránea es el típico acto imperial que China rehúye. Mientras continúe soslayando ese recurso, seguirá desenvolviéndose por debajo del umbral imperialista. No cabe duda que su expansión en el mundo (y su consiguiente conversión en potencia dominante), abrirá una seria tentación hacia su transformación en fuerza opresiva. Pero esa eventualidad constituye hasta ahora una posibilidad, un presagio o un cálculo y no una realidad constatable. Mientras no se verifique en los hechos, resulta inadecuado situar a China en el pelotón de los imperios.

Ese pasaje al status imperial explícito dependerá de la dimensión alcanzada por el capitalismo chino. En las últimas dos centurias fue muy frecuente la incursión bélica en el exterior de los grandes Estados, para auxiliar a sus socios capitalistas. Pero esa dinámica actual en China exigiría un gran afianzamiento de la clase dominante, con su consiguiente capacidad para imponer socorros militares a los gobernantes de Beijing.

Esa secuencia fue muy habitual en Europa, Estados Unidos y Japón. Pero China no afronta aún escenarios de ese tipo, porque el régimen político prevaleciente proviene de una experiencia socialista, mantiene rasgos híbridos y no ha completado su pasaje al capitalismo. Por esa razón, no se observan las típicas acciones del intervencionismo imperial.

La consolidación definitiva del capitalismo al interior de China y su correlato imperialista en el exterior están limitados por dos factores. Por un lado, la omnipresencia del sector público (central, provincial y municipal) en un 40% del producto bruto (Mendoza, 2021) y por otra parte, el liderazgo institucional del Partido Comunista. Ya existe una clase dominante muy poderosa y establecida, pero no maneja los resortes del Estado y tiene acotadas sus posibilidades de exigir intervenciones a su exclusivo beneficio.

La impresionante expansión del PBI -que se multiplicó por 86 entre 1978 y 2020 y sustrajo a 800 millones de personas de la pobreza – tiene un efecto contradictorio sobre esa evolución. Por un lado, ha dado lugar a un circuito capitalista que afianza los intereses de una minoría privilegiada. Por otra parte, ha consolidado una inédita incidencia de la intervención estatal, que refuerza el contrapeso de las mayorías populares a la perpetuación de la ganancia y la explotación. Esa originalidad del desenvolvimiento chino obliga a tratar con mucha cautela, las previsiones sobre el devenir de una economía híbrida, sujeta a la gestión reguladora del Estado.

Una diferenciación indispensable

La equiparación de China con Estados Unidos es también un frecuente error de algunos analistas de izquierda. Suelen asignar a las dos potencias un status semejante de estados imperiales, que disputan en los mismos términos el botín de la periferia.

Una variante de esta mirada estima que China fue socialista en el pasado, adoptó posteriormente un perfil capitalista y actualmente madura su conversión imperialista. Considera que ese nuevo status, se verifica en su pasaje de una economía exportadora de mercancías a otra inversora de capitales. Estima que ese cambio impulsó el afianzamiento del “poder blando”, que complementa el desarrollo de su fuerza militar. Los Tratados de Libre Comercio y la Ruta de la Seda son vistos como instrumentos opresivos, muy semejantes a los forjados por Estados Unidos (Laufer, 2019).

Esta visión confunde las relaciones de dominación que mantiene Washington con todo su ¨Patio Trasero¨, con la red de dependencia que ha forjado China con la región. En el primer caso, los lucros económicos se asientan en un control geopolítico-militar, que está ausente en el segundo entramado.

Esta diferencia es omitida o relativizada, afirmando que China está gestando en tiempo récord, lo que Estados Unidos erigió al cabo de una prolongada centuria. Pero si Beijing aún no ha constituido esa maraña de poder, tampoco correspondería tipificarlo como una fuerza imperial ya existente. Si esa estructura se está erigiendo, cabe también la posibilidad que nunca logre concluirla. El imperialismo no es un concepto asentado en el universo de las hipótesis.

La igualación de la rivalidad sino-estadounidense restringe las evidencias de esa pugna a la esfera económica. Por esa razón, observa esa disputa como una competencia intercapitalista, entre dos potencias del mismo signo. Esa óptica resalta analogías formales, sin notar los comportamientos diferenciados de los dos contendientes.

Las inversiones de China en minería, agro y combustibles presentan muchos puntos de contacto con los corredores extractivistas del IIRSA, que Estados Unidos propicia desde hace décadas. Pero la gestión de esa infraestructura depende en el primer caso de las empresas y los estados nacionales que suscribieron esos contratos. No opera allí el dispositivo militar, judicial, político y mediático, que Estados Unidos sostiene en todo el continente para asegurar sus negocios.

Es indudable que frente a ambas situaciones corresponde auspiciar políticas de protección de los bienes comunes, para apuntalar los procesos de integración regional, que permitan utilizar esos recursos en forma productiva. Sobre este corolario no existen divergencias significativas en la izquierda latinoamericana. La discrepancia radica en cómo deben posicionarse los procesos políticos soberanos, frente al dominador estadounidense y frente al financiador, cliente o inversor chino. Un trato equivalente para ambos casos obstruye la batalla efectiva por la unidad regional.

El mismo problema genera el desconocimiento de los conflictos que oponen a ambas potencias, suponiendo que las grandes empresas de los dos países participan de un mismo e indistinto capital transnacional. Esa mirada observa una relación simbiótica de mutuo beneficio entre los dos gigantes.

Pero el denominado capital transnacional, tan sólo alude a mixturas de fondos provenientes de distintos países. Esa acotada variedad de firmas no reemplaza a las compañías protagónicas del capitalismo actual, ni reduce la preeminencia de Estados nacionales muy diferenciados en el manejo de los resortes de la economía. Ni siquiera en el momento de mayor auge de la globalización se consumó una fusión general de esos capitales y nunca brotaron clases dominantes o estados transnacionalizados (Katz, 2011: 205-219).

Los defensores de ese enfoque han perdido la influencia que tuvieron en la década pasada y los problemas de su mirada salieron justamente a flote, en la errónea tesis de una fusión de empresas sino-americanas. La expectativa de esa convergencia ha quedado totalmente demolida por el actual escenario de rivalidad. Esa competencia también se refleja en el nuevo escenario de dos posturas frente a los convenios de libre comercio.

 En los años 90, la bandera del intercambio sin aranceles era principalmente enarbolada por Estados Unidos. Ese emblema se extendió posteriormente en forma más acotada a Europa y Japón, pero registró una mutación completa cuando China lo adoptó como su gran estandarte.  La cumbre librecambista de Davos se convirtió en un ámbito de generalizados elogios de Beijing y Washington perdió la brújula. Quedó atrapado en una indefinición que persiste hasta la actualidad (Santos; Cernadas, 2022).

Las corrientes proteccionistas y globalistas libran una pugna dentro de Estados Unidos que paraliza a la Casa Blanca. Ese choque produjo la impotencia de Obama, los retaceos de Trump y las vacilaciones de Biden. Por esa secuencia, los tratados de libre comercio se han convertido en una brasa caliente que ningún presidente yanqui logra encarrilar. Mientras que China tiene propósitos muy definidos en la promoción de esos acuerdos, su rival oscila al compás de grandes conflictos internos.

Encrucijadas con China

El señalamiento de las sustanciales diferencias que separan a China de Estados Unidos, no implica desconocer el alejamiento de la perspectiva socialista, que entraña el restablecimiento de una clase capitalista en el gigante asiático. La crítica a esa involución es indispensable, para apuntalar la batalla que se libra en ese país contra la restauración definitiva del capitalismo.

Resulta imprescindible clarificar esa confrontación, antes que ese proceso desemboque en un hecho consumado e irreversible. El principal error de gran parte de la izquierda frente a la URSS fue el silencio ante una amenaza semejante. Esa pasividad destruyó todos los intentos de renovación del socialismo.

La presentación de China -por distintos autores- como el epicentro del proyecto socialista actual reproduce ese error. Esa mirada no se limita a resaltar los indiscutibles progresos económicos y sociales logrados por la nueva potencia. Estima que el curso seguido por el gigante asiático conforma el sendero a transitar por el socialismo del nuevo siglo.

Ese tipo de evaluaciones rememora los escritos del comunismo oficial, que en la centuria pasada ensalzaban los avances de la URSS sin ninguna observación critica. El vertiginoso desmoronamiento de ese sistema dejó sin palabras a los veneradores de ese régimen.

China circula por un camino muy distinto a la Unión Soviética. Sus dirigentes han tomado conciencia de lo ocurrido con su vecino y en cada decisión evalúan el peligro de esa repetición. Pero la mejor contribución externa a ese tipo de alertas es el señalamiento de las disyuntivas que afronta la nueva potencia. En lugar de copiar lo ocurrió en la URSS o avanzar por un rumbo de mera actualización del socialismo, China afronta una constante disyuntiva entre esa renovación y el retorno al capitalismo.

Esa disputa está presente en cada paso que adopta el gigante asiático, desde que fue reconstituida una clase burguesa que acumula capital, extrae plusvalía, controla empresas y ambiciona conquistar el poder político. Los resortes de ese sistema continúan en manos de Partido Comunista y de una elite que mantiene el equilibrio entre el crecimiento y las mejoras sociales. Esos contrapesos quedarían quebrantados, si los capitalistas extienden su protagonismo económico al control del sistema político.

La renovación del socialismo es tan sólo una posibilidad de varias alternativas en juego, que en gran medida dependerán de la gravitación lograda por las corrientes de izquierda. Esa perspectiva exige políticas de redistribución del ingreso, reducción de la desigualdad y drásticas limitaciones al enriquecimiento de los nuevos millonarios de Oriente (Katz, 2020).

Para recuperar un proyecto socialista a escala global hay que analizar esas tensiones, tomando partido por las vertientes revolucionarias y evitando la simple repetición de los discursos protocolares del oficialismo.

Transparentar las tensiones que afronta ese país -en su encrucijada entre rumbos socialista y capitalistas- es también insoslayable para definir estrategias, en las regiones que estrechan vínculos comerciales con China. Si se supone que Beijing simplemente encarna la dinámica contemporánea del socialismo, tan sólo correspondería afianzar los términos actuales de la relación con ese faro del poscapitalismo.

Esta política se asemejaría a la estrategia seguida por gran parte de la izquierda frente a la URSS, que era vista como el gran pilar del bloque socialista. A diferencia de ese antecedente, China soslaya pronunciamientos y elude afinidades políticas con los distintos regímenes del planeta. Tan sólo enaltece el comercio, la inversión y los negocios con gobiernos neoliberales, heterodoxos, progresistas o reaccionarios. Este dato no sólo contradice la simple presentación de Beijing como el principal referente del socialismo, sino que induce a considerar estrategias, que no convergen con la política exterior de China.

Los dilemas que plantean los Tratados de Libre Comercio y la Ruta de la Seda ejemplifican esas disyuntivas. Ambos proyectos incluyen un doble contenido de expansión productiva mundial del gigante asiático y enriquecimiento de los capitalistas chinos. El equilibrio entre ambos procesos está determinado por la dirección estatal de los convenios y la red de transporte.

Resulta muy difícil sostener qué en su formato actual, esas iniciativas apuntalan un horizonte socialista para el mundo. Las corrientes de la izquierda china objetan esa creencia en su país y los cuestionamientos son más frontales en el grueso de la periferia. América Latina ofrece un ejemplo de esa inconveniencia.

Todos los tratados que ha promocionado China acrecientan la subordinación económica y la dependencia. El gigante asiático afianzó su status de economía acreedora, lucra con el intercambio desigual, captura los excedentes y se apropia de la renta.

China no actúa como un dominador imperial, pero tampoco favorece a Latinoamérica. Los convenios actuales agravan la primarización y el drenaje de la plusvalía. La nueva potencia no es un simple socio y tampoco forma parte del Sur Global. Su expansión externa está guiada por principios de maximización del lucro y no por normas de cooperación.

Beijing amolda los acuerdos con cada país de la región a su propia conveniencia. En Perú y Venezuela concertó asociaciones con empresas estatales. En Argentina y Brasil optó por la compra de compañías ya asentadas. En Perú se ha convertido en un gran jugador del sector energético-minero. Maneja el 25% del cobre, el 100% del mineral de hierro y el 30% del petróleo. Esa flexibilidad de tratados con cada país es determinada en China por rigurosos cálculos de beneficio.

América Latina necesita una estrategia propia para retomar su desarrollo y crear los cimientos de un rumbo socialista. Estos pilares pueden sintonizar, pero no convergen espontáneamente con la política exterior de China. El gigante asiático es un potencial socio de ese desenvolvimiento, pero no un aliado natural y resulta indispensable registrar esas diferencias observando lo ocurrido en otras zonas del planeta.

Lecciones del RECEP

China avanza en distintas partes del mundo afianzando la gravitación de su propia economía a costa del rival estadounidense. Ese doble movimiento podría apuntalar el desarrollo de la periferia, si contemplara convenios acordes a ese desenvolvimiento y no meros lucros para los capitalistas locales asociados con el gigante asiático. Sólo el primero tipo de enlaces permitirían apuntalar un proyecto emancipatorio común.

La estrategia que sigue china en su propio entorno regional no está guiada por estos principios. Genera avances y éxitos que refuerzan su influencia, pero sin lazos visibles con futuros socialistas.

El reciente convenio del RECEP es un ejemplo de ese divorcio. China suscribió un convenio de libre comercio con casi todos los países del Indo-Pacífico. Ese tratado no sólo incluye a Indonesia, Brunéi, Camboya, Vietnam, Laos, Malasia, Myanmar, Filipinas, Singapur y Tailandia, sino también a varios aliados de Estados Unidos (Japón, Corea del Sur, Australia y Nueva Zelanda).

China consiguió este acuerdo al cabo de una fulminante ofensiva. Primero desarticuló el fracasado proyecto de Obama para la región (TPP), que Japón intentó enmendar con un tratado sustituto (CPTPP). Luego contuvo el giro proteccionista de Trump (Pérez Llana, 2022) y finalmente acotó el espacio para la reciente iniciativa comercial de Biden (IPEF) (Aróstica, 2022)

Beijing derribó uno tras otro, todos los obstáculos que intentó erigir Washington para contener su primacía económica en esa estratégica zona. Aprovechó las enormes disidencias que generan los TLCs en el establishment norteamericano y la manifiesta impotencia de los socios de la Casa Blanca. Neutralizó especialmente a Japón, que actúa frente a China como Alemania ante Rusia. Tokio intenta acciones autónomas del mandante estadounidense, pero se alinea con Occidente al menor tirón de orejas (Ledger, 2022).

Lo mismo ocurre con Australia, Nueva Zelanda o Corea del Sur, que fueron convocadas por el Pentágono a suscribir un tratado militar (QUAD), que contrarresta su aproximación con Beijing. El conflicto de Taiwán y las exigencias de libre navegación en el Mar de China fueron justamente reavivadas por la Casa Blanca, para socavar el logro conseguido por China con el RECEP. El improvisado convenio de Biden (IPEF) es tan sólo un complemento de esa presión militar.

Por el momento, India es el único país gravitante que mantiene una posición de real autonomía frente a los dos grandes contrincantes. Su vieja rivalidad con China la indujo a rechazar el RECEP, los TLC y la Ruta de la Seda, para apostar a un proyecto propio de desenvolvimiento económico. Se ha sumado al QUAD de Estados Unidos para contrapesar la nueva afinidad de Pakistán con China. Sus últimos gobiernos han optado por un giro prooccidental, que igualmente preserva un rumbo geopolítico con perfiles propios.

También Indonesia y Malasia que lideraban el bloque del ASEAN han evolucionado hacia una postura de mayor autonomía, negándose a integrar el QUAD. Pero no pudieron contener la presión comercial china que desembocó en su integración al RECEP (Serbin, 2021). Beijing impuso la transformación de acuerdos bilaterales en multilaterales, la desarticulación de la unión aduanera y la disolución de todos los pasos tendientes a crear una moneda de esa asociación.

Ese resultado podría ser visto con ojos sudamericanos, como un anticipo de lo que sucedería con el MERCOSUR, si los TLCs con China continúan avanzando en su formato actual. Una variante del RECEP en la región podría sepultar los proyectos de integración que se delinean en América Latina.

Lo ocurrido en el Indo-Pacífico es aleccionador para nuestra región. Allí se verifica con más nitidez el avance económico de China y la respuesta geopolítico-militar de Estados Unidos. Las mismas tendencias despuntan en América Latina, con la diferencia que Washington no tolera en su ¨Patio Trasero¨,las jugadas que Beijing consuma con mayor audacia en su área fronteriza.

Pero lo más importante no es evaluar quién gana la partida en cada región, sino cuáles son las políticas favorables a los pueblos de la periferia. Esas orientaciones requieren estrategias de resistencia a Washington y negociación con Beijing.

Otro tipo de acuerdos

China compite con negocios desvinculados de la presión bélica, frente a un rival que prioriza el despliegue militar para resguardar sus alicaídos emprendimientos. Esta diferencia no convierte al dragón asiático en la potencia colaboradora de América Latina que exalta la fraseología diplomática.

Las alabanzas a la “cooperación Sur-Sur”, mediante convenios que nos permitirían “ganar a todos”, a través del “aprendizaje mutuo” (Quian; Vaca Narvaja, 2021) son comprensibles en los códigos de las cancillerías. Pero esas figuras no esclarecen la realidad del escenario sino-latinoamericano.

Muchos analistas repiten esas evaluaciones por admiración al desarrollo logrado por China o por deseos de contagio, a través de la mera asociación con el nuevo gigante. Con esa mirada alimentan todas las creencias en una cooperación mutualmente favorable, que no se verifica en las relaciones actuales.

Reconocer esa carencia es el punto de partida para promover otro tipo de acuerdos, que apuntalen el desenvolvimiento latinoamericano, junto a la meta popular de un futuro de creciente igualdad social. Ese objetivo exige, además, una batalla teórica contra el neoliberalismo que abordamos en nuestro próximo texto

Resumen

China cumple todos los pasos de su programada presencia comercial, financiera e inversora en la región. Exhibe gran astucia geopolítica al eludir confrontaciones con Estados Unidos, sumando países a su pulseada con Taiwán. Expande su gravitación económica sin correlatos militares equivalentes y a diferencia de Estados Unidos no actúa como una potencia imperial. Es imprevisible si alcanzará ese status.

Los convenios económicos desfavorables generan dependencia, pero no sometimiento político. Esa diferenciación es omitida en la identificación de ambas potencias o en el presupuesto de un capital transnacional preeminente. Hay que evitar la idealización de China para registrar la adversidad de los convenios con América Latina. Lo ocurrido en el Indo-Pacífico anticipa las disyuntivas que enfrenta nuestra región. Corresponde resistir a Washington y negociar de otra forma con Beijing.

Referencia

Fuenzalida Santos, Eduardo (2022) El plan económico de EE.UU. para Latinoamérica: ¿un “globo pinchado”? https://www.elmostrador.cl/destacado/2022/06/28/el-plan-economico-de-ee-uu-para-latinoamerica-un-globo-pinchado/

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[1] Economista, investigador del CONICET, profesor de la UBA, miembro del EDI. Su página web es: www.lahaine.org/katz