América Nuestra N°4 – Año 1- marzo 2014 —
Por Carla Poth //
Desde que se hizo de público conocimiento el documento que el Ministerio de Agricultura elaboró para la modificación de la Ley de Semillas y Creaciones Fitogenéticas, el último 15 de mayo, las presiones sobre el Congreso para el tratamiento de este tema no se han hecho esperar.
Sin embargo, este no es el primer intento de modificación que sobrevuela a dicha ley, vigente desde 1973. Ya en 2012, y luego de la reunión que Cristina Fernández tuviera con la gran corporación Monsanto, se filtró un anteproyecto que hacía evidente la voluntad del gobierno nacional de redefinir los mecanismos de producción, comercialización y propiedad de las semillas en nuestro país. Y este intento por fortalecernos como “defensores de las patentes”, según declarara la presidenta, no vino solo. Como parte de estas negociaciones, la Primera Mandataria además festejaba “una inversión muy importante en Malvinas Argentinas, Provincia de Córdoba” que ayudaría “a la concreción de nuestro Plan Agroalimentario 2020” y auspiciaba la inserción de la nueva semilla INTACTA de Monsanto (resistente a una combinación de agroquímicos).
Aunque se podría pensar que la reforma de esta ley de semillas es un cambio más entre las múltiples leyes y programas lanzados por el kirchnerismo para el agro, observaremos que en este debate hay muchas cosas en juego. En primer lugar, la privatización de la semilla pone en el tapete el futuro de miles de campesinos, campesinas y productores no sólo en Argentina, sino en todo el continente, y con ellos la posibilidad de generar alimentos de una manera económica, política y ecológicamente sustentable. Luego, es nuestra soberanía alimentaria, entendida como el derecho a una alimentación sana, equilibrada, suficiente y culturalmente apropiada, la que está en peligro. Finalmente la reforma de esta ley será un paso más en la consolidación de una nueva y avejentada dinámica de acumulación del capital, basada en la expropiación y la apropiación, en este caso, de la vida y del conocimiento.
En este artículo repasaremos la historia del modelo agrario en Argentina, observando los cambios que llevaron adelante desde la revolución verde, con el objetivo de comprender el anclaje de estas formas agrarias en el marco del proceso de acumulación del capital. Luego, pondremos el foco en sus continuidades a partir del año 2003 y los vericuetos de la coyuntura política argentina que decantan en el debate sobre la ley de semillas actual.
Agronegocios: la revolución verde y después
A partir de los años 50, América Latina y el resto de las regiones agrarias del mundo fueron parte del proceso de reforma que se dio en llamar revolución verde. Como Harry Cleaver nos aclara, esta reforma no sólo tuvo que ver con cambios en la estructura productiva ya que, en ese período, el problema inmediato a contemplar eran los alzamientos revolucionarios que se daban lugar en los países latinoamericanos y asiáticos, muchos de ellos eminentemente agrícolas: “algunos, incluyendo la Fundación Rockefeller, estaban preocupados por una causa básica de las revueltas revolucionarias del tercer mundo: el conflicto o contradicción entre el rápido crecimiento de la pobreza en la población y la incapacidad del capitalismo imperialista para proveer alimentos” (Cleaver, 1972).
A la pregunta ¿cómo resolvemos el problema de la revolución roja? La respuesta fue la revolución verde: la reestructuración total de las formas productivas en el agro con la inserción de nuevas maquinarias, la expansión de la siembra directa1, la aparición de semillas híbridas o mejoradas2 y el uso efectivo de más y múltiples agroquímicos y fertilizantes. Este ‘paquete tecnológico’ promovió la consolidación de nuevos mercados (como el de semillas y el de agroquímicos) en los que el control de la producción quedó en manos de las empresas multinacionales.
El predominio de los Estados Unidos en el mercado global de alimentos significó el impulso de las exportaciones de cereales, oleaginosas y de otros productos agropecuarios, y el dominio del proceso de comercialización y producción por parte de esta potencia que ostentaba el 60% del mercado global de granos. La tan mentada “modernización” del agro, festejada e implementada por las dictaduras latinoamericanas, significó el fortalecimiento de una economía agrícola orientada a la exportación y la ampliación de las tierras disponibles para una escala productiva en aumento.
Los vientos de continuidad y profundización de estas estructuras productivas agrarias llegaron con las reformas neoliberales de los ’90. La apertura comercial y las nuevas dinámicas de regulación de los mercados favorecieron la introducción de nuevas tecnologías y técnicas de gestión importadas, así como también nuevas dinámicas de articulación entre el agro, la industria y las finanzas. Una vez más, los Estados latinoamericanos decían al mundo que desde aquí saldrían materias primas, ahora conocidos como commodities, y que las empresas ubicadas en los centros de consumo podrían manejar el comercio desde afuera y dentro de los complejos agrícolas. La agricultura ahora abandona su objetivo de ‘alimentar al mundo’ para cumplir un rol financiero y político: mientras que los Estados ‘hacen caja’ con lo obtenido de las exportaciones (evitando el déficit en sus balanzas de pagos a través de impuestos y retenciones), las grandes empresas comercializadoras (en convivencia con los Estados nacionales) generan la suba de precios a través de la retención de granos, ejerciendo un total poder alimentario.
En el corazón de este proceso productivo encontramos nuevamente un ‘paquete tecnológico’. Sólo que esta vez es la biotecnología, utilizada para fabricar semillas cultivables resistentes a insectos, inmunes a virus y tolerantes a herbicidas o plaguicidas. Estas nuevas especies han reducido sus ciclos de crecimiento y aumentado su adaptabilidad a diversos climas. La cadena de insumos agropecuarios se concentra en las grandes empresas innovadoras privadas transnacionales, que consolidan un mercado unificado de semillas genéticamente modificadas asociadas a agroquímicos. Estos proveedores industriales de insumos, poseedores del conocimiento, controlan no sólo el mercado argentino, el noveno más grande del mundo, sino también el 60% del mercado global de semillas y el 76% del mercado mundial de agroquímicos (Cazco, 2013)3.
Como vemos, este nuevo modelo de producción agraria a escala global4, con las biotecnologías a la cabeza, se muestra como una nueva forma de valorización del capital, que exige la subordinación de los procesos naturales a sus lógicas y dinámicas, desplegando múltiples mecanismos de apropiación de la naturaleza, las semillas, la vida humana. La mercantilización y privatización de los recursos naturales, la incorporación de la ciencia y la naturaleza al proceso de producción de ganancia, la modificación entre los valores de la tasa de explotación y las tasas de renovación de los bienes naturales (siendo cada vez más grande la primera en detrimento de la segunda), la violencia y el permanente proceso de cercamiento cuantitativo y cualitativo (creación de nuevos límites entre lo que se incorpora al mercado capitalista -espacios públicos, derechos, cuerpos-, y lo que queda por fuera) son elementos característicos de este modelo extractivo implementado en las últimas décadas (Seoane, 2012).
Ajustando el foco: ¿y en Argentina?
En 1996 se produce un clivaje en estas modificaciones productivas. Luego de la generación de una serie de regulaciones para la liberación de semillas transgénicas (incluyendo la creación de la Comisión Nacional de Biotecnología Agropecuaria, CoNaBiA, que desde 1991 se encarga de la aprobación de estas semillas) se libera la soja Roundup Ready, resistente al herbicida glifosato de la empresa Monsanto.
Si bien la soja convencional comenzó a producirse en Argentina recién en los ’60 y con la revolución verde, los altos precios internacionales de las oleaginosas a lo largo de los ’90, la estrategia de Monsanto de no cobrar el insumo de la semilla de soja transgénica al momento de su liberación, la posibilidad de comprar maquinarias importadas a precios menores (por la apertura comercial), y la expansión del crédito usurero de la banca privada favorecieron comercialmente la incorporación y configuración de estas nuevas estrategias productivas. Así, en sólo diez años, la Argentina ya se había reconvertido al uso del paquete biotecnológico. La gran escala, asociada con la especialización en pocos cultivos, la intensificación y estandarización de insumos y tecnologías marcaron el ritmo de la producción.
La expansión de la frontera agrícola implicó la incorporación de tierra, que históricamente habían cumplido otras funciones, a la lógica de la agricultura para la exportación. Así se avanzó sobre más de dos millones de hectáreas de bosques nativos. Se sustituyeron otros cultivos como el girasol o el algodón, se desplazó la ganadería a las regiones de monte, y se destruyó una parte sustancias de las cuencas lecheras improductivas para el proceso de rotación soja-trigo. El modelo también avanzó sobre los pequeños productores agrarios que, a través de un genocidio silencioso, fueron expulsados de sus tierras con contratos de propiedad ilegales, con la represión o con la simple destrucción de sus ambientes de vida. Su camino fue la migración a los cordones más pobres de las grandes urbes.
Y ellos no fueron los únicos expulsados. La tecnificación de las tareas agrarias redujo el empleo a menos de dos trabajadores por cada 500 has de producción. Este fenómeno, asociado a los más de 200 mil productores que, endeudados, perdieron sus campos, dieron paso a lo que se denomina una “agricultura sin agricultores” pero con ganancias concentradas siderales.
El campo ya no es hoy lo que solía ser. Cada uno de los sujetos agrarios cambio su forma, su rol, su pertenencia. El viejo paisano con boina y bombacha estalló. Algunos, se fueron a vivir a las grandes ciudades mientras viven de arrendar sus campos. Otros, adquirieron equipos convirtiéndose en contratistas que, en base a la incorporación de tecnologías, sostienen empresas de mediano capital innovador. Finalmente, otros desde su oficina en los centros urbanos controlan la producción al momento de la cosecha vía GPS y realizan arreglos comerciales con China a través de internet, manejan múltiples capitales nacionales o transnacionales, y colocan algunos activos en la bolsa de Taiwán. Son estos empresarios del agro los que concentran la producción de casi toda la cadena agropecuaria. Siembra, recolección, almacenamiento y comercialización en tierras propias o arrendadas, en Argentina, Paraguay, Brasil, Uruguay o Bolivia. Los Grobo Agropecuaria, Cresud, El Tejar, MSU, Adecoagro, Calyx Agro, Arcor, Unitec Agro, AGD, Olmedo Agropecuaria, Cargill, son los nombres de quienes pocas veces son nombrados, y mueven muchos de los hilos del comercio de granos en Argentina y en América Latina.
Y si hasta aquí hemos visto las modulaciones locales de este modelo global, no podemos olvidar que en el inicio de esta cadena del agronegocio los grandes monstruos corporativos transnacionales se muestran como los pilares de la innovación. Es en sus laboratorios (o en el de las universidades que se asocian a estas empresas) donde se genera el conocimiento y las semillas que inician la cadena de valor y acumulación. Son sus socios locales, organizaciones técnicas privadas como AACREA o AAPRESID5, quienes participan en la divulgación de las innovaciones, son los gobiernos nacionales, los que promueven la restricción de los marcos de propiedad intelectual en semillas que les garantizan las ganancias.
Podemos ver entonces que el modelo agrario tiene su origen y razón de existencia en las lógicas de acumulación del capital neoliberal. Ahora bien, ¿Qué ocurre cuando nos declaran el “fin del neoliberalismo”? ¿Qué está pasando hoy en las regiones agrarias?
¿El quiebre K?
Esta historia que arranca con la revolución verde se sella a partir de 2001. Si la conversión productiva implicaba un campo endeudado para fines de la década de los 90, la devaluación del 2002, al mismo tiempo que era sufrida por los trabajadores, fue festejada por los productores agrarios insertos en el sistema.
Y aquella retórica kirchnerista que dibujaba una ruptura con el neoliberalismo no fue más que un modelo de continuidades que, frente a los cimbronazos, tuvo sus coletazos.
El primer ‘mérito’ del gobierno nacional fue haber llevado a Argentina a ser el tercer productor mundial de transgénicos, luego de Estados Unidos y Brasil, con una producción de más de 23,7 millones de hectáreas y 30 nuevas semillas genéticamente modificadas para ser producidas y comercializadas (de soja, algodón y más de 20 variedades de maíz), todas ellas tolerantes a agroquímicos.
Y a pesar de los reclamos de las comunidades indígenas-campesinas por el reconocimiento de sus territorios y de las denuncias de los movimientos socio-ambientales sobre la violación sistemática de la Ley de Bosques (aprobada en 2007), la propuesta que el gobierno nacional plantea en el “Programa Estratégico Agroalimentario 2010-2020” va a por más: acrecentar, para el 2020, a 150 millones de toneladas la producción de granos y expandir un 25% la superficie producida. Las preguntas que nos hacemos todos ante tales declaraciones son ¿sobre quiénes avanzarán ahora? ¿Cómo?
Una de las respuestas oficiales habla de mejorar los rendimientos a través de la generación de conocimiento, produciendo más valor para la cadena agraria. Y allí tenemos una activa política científico-tecnológica llevada adelante por el gobierno de Néstor Kirchner y Cristina Fernández: creciente financiamiento estatal, leyes de promoción de las biotecnologías, creación de institutos como el INDEAR6, investigación co-financiada entre organismos como el Conicet y las empresas privadas, repatriación de científicos. El saludo a la bandera de la comunidad científica tras tantos años de pauperización y desfinanciamiento de la investigación le imprimen más entusiasmo a la cuestión.
Sin embargo, nadie habla de que las líneas de investigación financiadas mayormente por dinero público se encuentran asociadas a la generación de tecnologías para este mercado concentrado de commodities, plagada de convenios con empresas privadas que “comparten” sus patentes tras escasos aportes dinerarios, que producen socialmente conocimiento para privatizar las ganancias que ese conocimiento genera. Tampoco se habla de que esas ganancias suponen la destrucción de nuestros espacios de vida (hoy la investigación en transgénicos está plenamente asociada al uso de agrotóxicos), ni de la persecuciones constantes de aquellos investigadores que denuncian las consecuencias de estas políticas de investigación, el rol de la ciencia7. Nada dice este programa de las propuestas sobre otras dinámicas de investigación científica o de producción agraria.
La otra respuesta tiene más acciones que palabras. La represión constante hacia las comunidades indígenas Qom, aún con componentes raciales, evidencian la disputa por un territorio que la ganancia exige incorporar a las lógicas del capital. La violencia sutil o explícita que sufren cotidianamente los pueblos fumigados (no hay que olvidar que con la implementación de este modelo el uso de agrotóxicos ha aumentado un 900% en 30 años) que son rociados por los sojeros y apaleados por las policías (locales, provinciales y nacionales, sin importar el color político en el gobierno). La existencia de sicarios, avalados judicialmente, que se cobran vidas de luchadores, como es el caso de Cristian Ferreyra. La imposición de proyectos productivos que impunemente obvian todas las normas legales existentes8 y la manipulación/reforma de leyes que sostienen este modelo. Estas son todas las respuestas que van más allá de las palabras.
Y otra vez al inicio: las semillas
Con todo lo analizado, ahora entendemos que la reforma de la ley de semillas no se explica sólo por la voluntad concentradora de las grandes corporaciones transnacionales o por la debilidad de algunos Estados insertos en condiciones desfavorables al comercio internacional.
Si el proyecto presentado por el Ministerio de Agricultura se aprobara, se legitimaría la expropiación de los conocimientos tradicionales y su reapropiación privada, por parte del capital; consolidando una forma de acumulación del capital que viene hundiendo raíces desde hace más de 40 años en el mundo. Luego, se limitaría la posibilidad de los productores de guardar sus propias semillas, volviendo ilegales prácticas campesinas milenarias de selección, mejoramiento, obtención, multiplicación e intercambio. La agricultura campesina sería puesta bajo registros, normas y controles que erosionarán la base de la diversidad agrícola: la libre circulación de la semilla y el conocimiento.
El balance de los dos años transitados desde la presentación del primer proyecto muestra que la tarea que Monsanto encomendó para 2012 no fue tan fácil de realizar. La famosa planta de Malvinas Argentinas, a pesar de represiones y vaivenes legales, hoy sigue siendo fervientemente rechazada por los habitantes de esta provincia. La CoNaBiA aprobó sin objeciones la comercialización de la semilla de soja Intacta, aún con las permanentes denuncias de organizaciones que destacan la ausencia de debates públicos y las irregularidades en las evaluaciones de riesgo. Sin embargo, la aprobación de una ley que garantice la apropiación de las semillas por parte de las grandes corporaciones no ha prosperado. Y esto, muy a pesar de los deseos del gobierno nacional.
Muchas organizaciones que luchan contra este modelo del agronegocio esperan la resolución de estos debates en nuestro país. Si alguna vez la Argentina fuera la puerta de entrada de los transgénicos a toda América Latina, el punto de partida para la construcción de la “República Unida de las Soja”, hoy podría ser uno de los bastiones de lucha contra la privatización de las semillas junto a Colombia, Chile o Venezuela.
La semilla es el principio de nuestra cadena alimentaria por eso quien la controle definirá sobre la totalidad del proceso productivo, sobre lo que comemos día a día.
Los posicionamientos están claros. Por un lado, el gobierno nacional y las corporaciones entienden tal y como planteó Cristina Fernández que “los métodos tradicionales de agricultura, así cubriéramos toda la superficie de la tierra no llegarían a cubrir la demanda, lo cual la necesidad de la intervención de la biotecnología se convierten en centrales para los rendimientos”. Quienes venimos luchando por el respeto a nuestra soberanía alimentaria sabemos, porque la práctica nos habla, que existen formas de producción de alimentos que podrían abastecer la totalidad de nuestras necesidades alimentarias, que respeten el ambiente y nuestra propia salud, que construyan dinámicas comunitarias y de compañerismo y que tengan un horizonte emancipatorio. Las semillas son el primer paso para empezar a escribir esta historia.
1 La siembra directa es una técnica de cultivo que evita roturar la tierra creando una capa de materia vegetal que resguarda el suelo previo a comenzar la siembra.
2 Las semillas híbridas son la primera generación descendiente de dos líneas parentales distintas dentro de la misma especie. Estas semillas no producen la misma descendencia que la semilla de origen, sino que generan una descendencia menos eficiente en términos de rendimientos y mutaciones.
3 Las seis empresas que ejercen este control son Monsanto, Dupont, Bayer, Syngenta, Basf y Dow Agrosciences.
4 Si bien América Latina es un foco central de esta dinámica, India, Asia y África son territorios nodales en este proceso.
5 AACREA (Asociación Argentina de Consorcios Regionales de Experimentación Agrícola) y AAPRESID (Asociación Argentina de Productores de Siembra Directa) son organizaciones técnicas sin fines de lucro involucradas en el la divulgación de sistemas de innovación agrarios.
6 INDEAR: Instituto de Agrobiotecnología de Rosario.
7 Tal es el caso de Andrés Carrasco quien fue denunciado y repudiado por la comunidad académica, e incluso tuvo dificultades en la continuidad de su trabajo tras las denuncias sobre las consecuencias del uso de glifosato en la salud.
8 Este es el caso de la planta de Monsanto en Malvinas Argentinas que comenzó su instalación avalada por el gobierno local sin haber siquiera presentado el estudio de impacto ambiental.