24/10/2020
por Norberto Bacher
En estos días, la situación venezolana volvió a los titulares de los medios, como ocurre cada vez que el imperialismo insiste en su escalada agresiva contra el gobierno bolivariano. El pretexto fue una resolución condenatoria por supuesta violación a los derechos humanos y el instrumento utilizado la ONU. El imperialismo anticipa que desconocerá las próximas elecciones.
Una síntesis descriptiva de la realidad venezolana muestra en primer lugar a un país bajo constantes amenazas intervencionistas, sitiado económica y financieramente. También a una población agobiada por las variadas carencias cotidianas y un gobierno que no logra controlar ni la especulación comercial ni la monetaria, que pulveriza los salarios. Políticamente se puede visualizar a una oposición derechista en dispersión, que aparece agotada en su estrategia de derrocamiento de Maduro; en tanto que el chavismo presenta a un núcleo duro de su numerosa militancia atravesada, como nunca antes, por un debate abierto entre líneas de acción divergentes. Pero la clave del futuro inmediato del país caribeño está en manos de la amplia franja popular – factor decisivo en la persistencia de la Revolución Bolivariana – que entre expectante y escéptica espera que las elecciones del 6 de diciembre para la renovación total de la Asamblea Nacional (AN), sean finalmente el camino para comenzar a revertir la ya larga crisis económico-social que soportan, al recuperarse los mecanismos previstos por la Constitución para resolver la aguda disputa política que divide a la sociedad.
La descripción sería incompleta sin agregar que, aún en un cuadro de situación complejo y negativo, el azote de la pandemia está siendo gestionado por el gobierno en forma mucho más eficaz que en todos los países de la región, con menores tasas de infección y de letalidad.
Pero todo indica que los tiempos políticos que se avecinan serán mucho más prolongados que los que indica el calendario hasta ese día. El imperialismo yanqui, seguido rastreramente por la Unión Europea y sus lacayos subdesarrollados del “grupo de Lima”, no desiste en su estrategia de sabotear la vía institucional y pacífica para dirimir la abierta disputa de clases que se abrió con la llegada de Chávez al gobierno. Que hayan fracasado hasta ahora en la línea de derrumbe de los gobiernos bolivarianos, y en particular el de Maduro, no es indicativo que esa orientación está desactivada.
Lo prueba la muy reciente resolución de la asamblea anual de la OEA, ratificando su historia de servilismo a los intereses de Washington. En la misma se resolvió, por decisión de una mayoría de gobiernos reaccionarios seriamente cuestionados por sus propios pueblos, “que no existen condiciones democráticas mínimas” para que esa elección sea transparente. Una resolución que tiene la clara intención de extenderse más allá de nuestro continente, para negarle legitimidad democrática al nuevo poder legislativo que deberá instalarse el 5 de enero del año próximo. Esta nueva ronda de acoso diplomático, a través de los organismos internacionales controlados por el imperialismo, comenzó a manifestarse a principios de este mes. El escenario elegido en ese momento fue el organismo de la ONU que analiza y vigila la situación de los derechos humanos en las distintas naciones, por una supuesta violación sistemática a los mismos del gobierno de Maduro. De allí salió una resolución condenatoria, que es un paso encaminado a preparar el terreno para un posterior pedido de intervención internacional por motivos “humanitarios”. Una vía alternativa para la agresión, siempre presente. Es del caso recordar que las potencias imperialistas que tienen fuerza para imponer sanciones e invadir terceros países no guían sus acciones de política exterior en función de los derechos humanos, pero frecuentemente los utilizan como pretexto para justificar esas decisiones ante la opinión pública. Venezuela no escapa a esa regla.
El repudiable voto del gobierno argentino al sumarse a esa maniobra del eje proimperialista no podía desconocer hacia donde apunta la sanción. El rechazo a esa posición de un importante sector de la propia coalición gobernante obligó a los representantes argentinos a un inmediato deslinde de la agresiva escalada diplomática del imperialismo, absteniéndose en la reciente votación de la OEA y no firmando previamente una declaración del “grupo de Lima,” que tenía similar intencionalidad.
Acciones, fracasos y sanciones imperialistas
Todas estas maniobras de la diplomacia yanqui estuvieron precedidas por la presencia de Mike Pompeo, secretario del Departamento de Estado, en Guyana, Surinam y las zonas fronterizas de Brasil y Colombia con el territorio venezolano. Las violaciones del espacio aéreo y marítimo venezolano por aviones y naves militares estadounidenses que operan en el Caribe no son infrecuentes. Estos hechos se inscriben en una larga e interminable serie de provocaciones, que en realidad encubren el fracaso de la apuesta estratégica del imperialismo que es no sólo derrumbar al gobierno bolivariano sino aplastar a las fuerzas sociales que nutren al chavismo. Hasta el presente no han logrado ninguno de esos objetivos.
Así como el gobierno de Trump puede mostrarse triunfante, por ejemplo, con los recientes acuerdos de paz y comerciales entre el gobierno de Israel y dos de las corruptas monarquías árabes de los pequeños y ricos emiratos, asestando un duro golpe a la causa palestina, lo opuesto sucede en relación a la política imperialista frente a Venezuela: su accionar está sembrado de sucesivos fracasos.
Las distintas administraciones yanquis vienen fracasando desde 2002 en promover golpes de estado, al estilo del siglo pasado en América Latina, porque no logran volcar hacia sus intereses a sectores significativos de las fuerzas armadas bolivarianas y porque el cuadro geopolítico mundial vigente no lo aceptaría. La siempre presente amenaza de una invasión militar, que cuenta con el consenso y la promoción del ala más fascista y radical de la oposición interna, no puede concretarse por varias razones que se potencian. En primer lugar, por las zozobras que atraviesan en su frente interno los gobiernos derechistas de la región que deberían encabezar, como mascarones de proa, esa aventura bélica; en segundo lugar porque saben que la resistencia interna, tanto de una parte del pueblo venezolano como de sus militares, traería el riesgo de extender un incendio popular mucho más allá de las fronteras caribeñas; y en tercer lugar porque bajo la presión económica de la crisis mundial las urgencias geopolíticas del imperio lo obligan a concentrar su mayor potencial bélico en otras zonas, como el Mar Negro, el Pacífico oriental, frente a China, y el Golfo pérsico, frente a Irán.
También fracasaron en transformar en una guerra civil los desmanes callejeros y acciones de terrorismo hacia la población indefensa (las “guarimbas” de 2014 y 2017) protagonizados por sectores juveniles bajo el control y apoyo logístico de esa derecha fascista, para justificar una posterior intervención internacional, según el modelo de los “cuerpos de paz”, como ocurrió en la sufrida Haití, que todavía los soporta.
Pero el más reciente y estrepitoso revés imperialista es el ocaso definitivo en el que entró el fantasmal gobierno que “inventaron” a principios de 2019, publicitado como “gobierno de transición”, a cuyo frente impusieron la descolorida figura del circunstancial presidente de una ya deslegitimizada Asamblea Nacional, el diputado Juan Guaidó. Este gobierno virtual,sin ningún control efectivo ni de territorio ni de población, pero que contó con todo el apoyo propagandístico y diplomático de los centros del capitalismo occidental, en un principio concitó el apoyo de una significativa base social opositora, que esperaba – conforme a lo prometido – un rápido recambio en la conducción del país, para superar el desabastecimiento y la inflación, situación provocada por el saboteo de los grupos empresariales locales y la escalada de sanciones financieras de los gobiernos imperialistas. Esa potencial fuerza social prontamente se diluyó al constatar que ese liderazgo inventado no era más que la renovada fachada de la vieja dirigencia derechista, que anunciaba lo que nunca podía realizar, como cuando al recuperar por primera vez el control de la AN en 2016 prometió que en seis meses “saldrían” de Maduro.
El descrédito definitivo de Guaidó se produce después que en mayo pasado se frustró su última aventura golpista, protagonizada por un grupo mercenario, contratado por sus colaboradores inmediatos para desembarcar en las playas cercanas a Caracas. Este derrumbe creó serios problemas tanto al imperialismo como a la heterogénea y cada vez más dispersa oposición.
A la diplomacia yanqui le resulta cada vez más difícil sostener la imagen del “presidente de un gobierno de transición”, no sólo porque sucesivas acciones aventureras y negociados asociados a las mismas – denunciados desde la misma oposición – desgató su imagen pública interna y externamente, sino porque su mandato como diputado está por caducar cuando en enero se constituya la nueva AN, renovada. Con esto se derrumba el manto de tramposa legalidad constitucional con la que se justificó su reconocimiento por unos cincuenta gobiernos. De allí que toda la línea de la diplomacia yanqui esté orientada a presionar a sus socios europeos a desconocer la legitimidad de los próximos comicios, como acaba de revelarlo el propio jefe de la diplomacia de la Unión Europea, Joseph Borrell.
Frustrado temporalmente otros caminos para acabar con el chavismo, el imperialismo orienta en estos meses pre – electorales toda su agresividad a crear condiciones que estimulen una incontrolable implosión social. En una accionar realmente violatorio de todas las normas del derecho internacional, que debería ser sancionado por la supuesta “comunidad internacional” si esta no fuese una ficción, bloquea cada vez más la economía venezolana impidiendo el acceso a insumos básicos que deben importarse, buscando colapsarla. A eso suma más sanciones para desquiciar las finanzas públicas, negando al gobierno utilizar los activos de Venezuela que aún restan en el exterior, porque ya puso bajo su control los más cuantiosos – como la petrolera CITGO – cuando legitimó que los mismos sean administrados por los opositores en el exilio.
Las oposiciones
Si para el imperialismo el agotamiento político de “su gobierno de transición” suma un traspié más a la administración Trump, para la oposición venezolana es directamente un descalabro. Esta derrota afecta particularmente a su ala más golpista y empeñada desde hace años en utilizar cualquier atajo para desbarrancar al chavismo.
En un breve recorrido de su accionar político desde 2015, debe recordarse que cuando a fines de ese año, una coalición electoral opositora (nunca unificada) logró un triunfo que por primera vez le permitió controlar la AN, decidió utilizar esa posición constitucional para insistir y profundizar su línea de guerra civil y derrocamiento. Una postura que ya antes había sido neutralizada por el gobierno. No sólo porque seguía contando con un importante apoyo de masas y un eficiente servicio de inteligencia, sino porque gran parte de las propias bases sociales opositoras rechazaban una confrontación sangrienta y apostaban a un recambio conforme a las normas constitucionales. Desde un inicio el comando opositor de la AN actuó en sentido inverso a esas expectativas de la mayoría de sus electores. Desde 2017 esta línea de acción fue mucho más evidente.
Desde la propia AN no sólo se alentaron (y financiaron) las criminales guarimbas de ese año, con su trágico saldo en vidas, sino que los diputados más fascistas las encabezaron. Los sectores de la oposición más moderados, o menos comprometidos con esa estrategia del Departamento de Estado yanqui (conocidas como “revoluciones de colores”), quedaron relegados a mantener un silencio tan oportunista como cómplice. A su modo, esas dos posturas reflejaban la distancia social que había entre una masiva movilización, mayormente de los sectores medios opositores, y el vandalismo callejero desenfrenado encaramado sobre las mismas, que era la expresión práctica del “putchismo” fascista, hegemónico en la dirección política del bloque opositor. Esa línea de acción se agotó, entre otras causas, porque sus propias bases sociales terminaron siendo víctimas de la violencia irracional desplegada, ya que fueron las zonas residenciales y de clases medias las que más sufrieron los desmanes y bloqueos callejeros.
De allí en más se profundizaron las diferencias internas de los grupos opositores y a cada acción aventurera del comando político efectivo siguió una nueva desventura interna de esa coalición. Igualmente, a cada intento del sector moderado de llegar a un acuerdo con el gobierno para reencausar la disputa por la vía constitucional apareció la mano encubierta, pero siempre presente, del imperialismo yanqui para frustrarlo. Esa fractura entre los sectores opositores se consolidó públicamente en las elecciones de renovación presidencial de mayo de 2018, cuando el sector más radical y derechista, supuestamente con mayor peso electoral, decidió desconocerlas, mientras que otra parte se presentó a competir con candidatos propios contra la reelección de Maduro. Desde entonces esa dispersión no ha dejado de profundizarse.
Los partidos y sectores que siguen apostando a la línea de derrocamiento (AD, UNT, PJ, COPEI), lanzados a la aventura de sostener al inventado “presidente encargado de la transición”, entraron en un callejón cuya única salida es persistir en un abstencionismo electoral y reclamar el intervencionismo externo. Hasta la tradicionalmente conservadora cúpula de la iglesia venezolana percibe que las bases sociales opositoras rechazan la línea abstencionista, y está en ascenso la tendencia a la participación electoral. Con lo cual este sector de la derecha se aleja cada vez más de las bases sociales que hace pocos años los eligieron como alternativa al chavismo, lo que acelera más su proceso interno de descomposición.
Inversamente, el sector opositor que viene teniendo mayor protagonismo político es el que se distanció definitivamente del sector intervencionista y retomó el camino de los acuerdos con el gobierno, participando directamente o avalando las negociaciones que despejaron el camino hacia las venideras elecciones de diciembre. No existe ninguna identidad política definida entre el conglomerado heterogéneo de grupos y personajes que se sumaron a esas negociaciones. Muchos de ellos son desgajamientos de los viejos troncos, en sus vertientes socialdemócratas o socialcristianas, evangélicos y también están los que hicieron alguna pasantía por el chavismo. Tampoco existe ninguna posibilidad que se repita la situación de 2015 y consoliden una coalición electoral opositora única. Es previsible lo contrario, una fragmentación de listas (planchas electorales), estimulada tanto por la cantidad de diputaciones en juego, que se aumentaron sustancialmente en relación a la conformación anterior de la AN, así como por el sistema proporcional de asignación de buena parte de esas bancas, lo que hace que cada sector busque posicionarse en la AN, para después negociar institucionalmente los acuerdos, desde una posición de fuerza, según la representación lograda.
Sin duda que el condicionante mayor de las expectativas electorales es la crisis que azota a la economía del país, no sólo por el deterioro material producido sino también por sus efectos negativos sobre la conciencia social. En este cuadro, el chavismo debe enfrentar las elecciones de diciembre en las peores condiciones de su historia.
El chavismo: Resistencia y debates
Apoyándose en la realidad de los migrantes venezolanos, la derecha implantó en buena parte de la opinión pública mundial la falsa imagen de que son fugitivos de “la dictadura de Maduro”. Según esa versión reaccionaria la subsistencia del gobierno sólo se explica por el apoyo interesado del sector militar, en resguardo de los negocios ilícitos que realizan desde el Estado, ya que estaría huérfano de cualquier apoyo popular significativo. A contramano de esa campaña, la realidad que muestra estos años conflictivos es distinta.
Si al menos un sector popular no se hubiese movilizado y comprometido con su defensa, el gobierno de Maduro no hubiese sobrevivido. Sin esa participación popular no se hubiese podido instalar en 2017 la Asamblea Nacional Constituyente, que fue la herramienta institucional decisiva para desarmar la violencia fascista en las calles y asumir las funciones de Estado que incumplía la actual AN, en abierta acción desestabilizadora contra el gobierno constitucional. Tampoco hubiese sido posible la reelección presidencial en 2018. Sin la voluntad y la tenacidad del segmento del pueblo que sigue comprometido con los valores del chavismo y su perspectiva socialista, buena parte del deteriorado aparato productivo estatalno estaría funcionando. Esel mismo compromiso que demuestra todos los días el pueblo organizado en las comunas, creando innovaciones para suplir las carencias de suministros y superando las trabas que les imponen desde el propio aparato estatal, a veces importantes.
El arma mayor del chavismo ha sido desde sus orígenes la capacidad de unificar atrás del proyecto político bolivariano a las grandes masas, especialmente las más desposeídas y explotadas, gracias a lo cual pudo sortear exitosamente las diversas coyunturas y embestidas de estos veinte años. Ahora esa unidad chavista está cuestionada por la prolongada crisis, que abrió debates en sus filas en varias direcciones, tanto sobre las razones centrales que condujeron a esta situación como por el camino a seguir para superar la crisis.
Cuando esa unidad flaqueó, el costo negativo fue para todo el pueblo, no sólo para el sector bolivariano. Como ocurrió en las elecciones de diciembre de 2015. En ese momento, el abstencionismo de buena parte de las bases populares del chavismo, como forma pasiva de protesta por las dificultades e inconsistencias económicas existentes, dejó a la AN en poder de la derecha, abriendo una crisis institucional, que facilitó la estrategia de derrocamiento imperialista y agravó a extremos impensados la crisis. La próxima elección de una nueva AN debería ser el primer paso para cerrar esa crisis institucional.
Esta es una necesidad imperiosa y prioritaria para recomponer la economía. Es urgente terminar de derrumbar con los instrumentos de la Constitución la tambaleante farsa de un “gobierno de transición”, que ya fue descalificada por buena parte del pueblo, no sólo la chavista. Pero que, como señalamos antes, sigue siendo útil al imperialismo yanqui y sus asociados regionales y europeos. Por tanto, la derrota del abstencionismo electoral que impulsa ese sector de la derecha, conocido como G4, será a la vez una derrota para el imperialismo, independientemente de la composición que tenga la nueva AN y que surgirá del resultado electoral.
Eso no significa que cualquier resultado sea indiferente para el futuro del pueblo y para la continuidad o no de la Revolución Bolivariana, que ya se vio forzada a retroceder en los últimos años. En cualquier hipótesis, el chavismo no recuperará el control hegemónico que mantuvo sobre la AN desde 2005, en una fase ascendente del proceso de masas, y que de alguna forma sostuvo hasta su derrota de 2015. En las difíciles circunstancias actuales, aun logrando una mayoría, deberá enfrentarse a una oposición que a pesar de aparecer dispersa en diversas siglas partidistas – que albergan a un confuso arco ideológico de liberales y reformistas – está aunada en un punto central: presionar al gobierno para ir desmantelando el andamiaje institucional y legal creado en estos años del proceso revolucionario y que, según ellos, es un gravoso impedimento para el desarrollo de una economía “normal de mercado”, que sería la salida para la crisis presente. Está claro que no puede esperarse ninguna complacencia opositora hacia cualquier iniciativa del gobierno para reimpulsar una perspectiva socialista. Obviamente que la posibilidad de forzar ese camino dependerá del número de diputaciones que logre la oposición. Pero también de cómo se resuelva al interior del chavismo el debate interno sobre las alternativas para recuperar una economía cercada.
El daño económico causado por las llamadas “sanciones” es innegable, al punto que hasta una parte de las fuerzas derechistas ahora debe reconocerlo. Opera en la práctica como un destructivo cerrojo financiero y comercial implantado al país mediante una guerra formalmente no declarada. Ese perjuicio ha sido cuantificado recientemente por un alto funcionario del ministerio de finanzas (William Castillo) “… perdió un promedio de 30 mil millones de dólares al año”. La misma fuente señala que “…. en los últimos 5 años hemos tenido una caída del 99% en los ingresos…Si en 2014 ingresaron a la economía nacional 56.000 millones de dólares, este año hasta septiembre apenas habíamos recibido 477 millones”. Pero mucho antes de esa agresión legalizada en 2015 había comenzado una acción destructiva contra el control de cambio de la moneda (paridad fija), con la inocultable intención de forzar sucesivas devaluaciones del bolívar, con sus graves consecuencias inflacionarias, que como muestra la experiencia de nuestros países, empobrecen a los asalariados, enriquece a los especuladores y desestabilizan a los gobiernos.
Entre tantos otros daños, este bloqueo agravó la desinversión del aparato productivo, tanto estatal como privado. Un impacto que golpeó a un sistema productivo que históricamente fue ineficiente y poco desarrollado. Esa herencia negativa tampoco pudo revertirse en la etapa de bonanza del gobierno de Chávez, a pesar de las importantes estatizaciones realizadas. Gran parte de los padecimientos que vive el pueblo venezolano se explican por la conjunción de bloqueo a la importación de insumos productivos básicos y la escasez de dólares por la caída de los ingresos petroleros estatales. Una situación económica compleja que también deja su huella en los debatesdel chavismo para superarla.
Junto a las necesidades, también fue ganando espacio en la conducción económica el antiguo postulado desarrollista, que tiene historia en toda América Latina, sobre la necesidad de impulsar las fuerzas productivas. Una verdad a medias que encierra una trampa. Es cierto que el marxismo siempre afirmó que para avanzar hacia la socialización hay que desarrollar las fuerzas productivas. Pero nunca afirmó que para ese desarrollo el Estado debía financiar a las burguesías atrasadas de un país prácticamente monoproductor. En este terreno, en nuestro continente hay largos debates desde los años sesenta sobre la “teoría de la dependencia”. Pero una vez más la experiencia, esta vez de la Revolución Cubana, parecía que había clausurado la utopía de dejar en manos de un empresariado local, que tiene más propensión a exportar sus ganancias a los centros financieros que a reinvertirlas en su país, la tarea de un desarrollo industrial sustentable, como paso previo a las transformaciones estructurales del capitalismo atrasado. Es una vieja melodía que reaparece con otra tonalidad.
El chavismo, que surgió muy influenciado por ese desarrollismo, se fue distanciado del mismo en tanto fue radicalizando su propuesta de transformaciones sociales, porque prontamente advirtió que la mayor parte de esa clase burguesa es parasitaria de los negocios con el Estado. Chávez nunca se propuso expropiarla en su totalidad y le dio enormes facilidades, sólo limitando su irreversible tendencia a la explotación de sus trabajadores y de los consumidores. Pero su mirada económica estratégica apuntaba al desarrollo de un poderoso sector estatal de las industrias básicas y al desarrollo productivo de las bases populares en las comunas.
Bajo el látigo de las necesidades que plantea la crisis, ahora se produce un giro hacia una asociación más estrecha entre lo que se supone un empresariado productivo y el Estado, a través de empresas mixtas. Sin duda es un nuevo retroceso de incierto resultado, particularmente porque en los últimos años ese Estado aparece, ante los ojos del pueblo, como impotente para frenar la especulación de los propios sectores burgueses. Su efecto inmediato fue generar debates entre los cuadros intelectuales y militantes del chavismo– lo cual no tiene nada de negativo – y un nivel de recelo o desconfianza hacia cuadros dirigentes, que no favorecen a la unidad en condiciones tan adversas.
Sin duda que esa desconfianza es la que tensó el debate sobre la llamada Ley Antibloqueo (LAB) que el presidente Maduro envío a la Constituyente, para su aprobación antes de las elecciones y del cese de la misma, para que tenga el rango superior de Ley Constituyente, que tiene preeminencia sobre las que sanciona la AN. Desde el punto de vista político no hay duda que el Estado tiene derecho a defenderse frente a las evidentes agresiones que ponen en riesgo la vida de la población. De hecho, todos los Estados capitalistas aplican leyes de excepción cuando se sienten amenazados, en beneficio de su supervivencia. Sobran ejemplos. Igualmente exigirle transparencia y visibilidad democrática a una ley de excepción es un contrasentido, porque justamente es, por definición, por su naturaleza, una restricción a la democracia. Es un instrumento de coerción que se agrega a los habituales que están en mano de los gobiernos. Desde un sector del chavismo conjeturan que esta ley surgió para facilitarle al gobierno la privatización de empresas que en su momento fueron estatizadas, acorde con la nueva orientación de formar empresas mixtas. Como toda conjetura, es incomprobable hasta que ocurre.
Acorde a las circunstancias actuales, también es posible pensar que sea un reaseguro del gobierno chavista frente a la incertidumbre política del rumbo que tendrá la futura AN, porque ningún acuerdo previo garantiza que, bajo la presión imperialista, sectores opositores no intenten volver a convertirla en un instrumento desestabilizador, si tienen la fuerza suficiente.
En todo caso desde una perspectiva revolucionaria, el único reaseguro democrático y de transparencia ante cualquier gobierno, incluso si es de izquierda, no son las instituciones republicanas, sino el desarrollo del poder popular, desde sus bases. En Venezuela hay un largo trayecto recorrido en esa dirección a través de las Comunas, aunque con contradicciones, que no invalidan la orientación estratégica. Por eso es de destacar que hace pocos días el presidente Maduro volvió a recordar el momento en que Chávez les exigió a sus ministros involucrarse en ese desarrollo comunal para que se consolide como un poder real, efectivo. Una tarea que la Revolución Bolivariana tiene pendiente, pero es más urgente ahora que entonces.
Esta reivindicación de Maduro tiene el significado simbólico de recuperar la centralidad política para la construcción del poder Comunal. Pero también es un esfuerzo para reunificar las fuerzas chavistas ante un complejo desafío electoral, dirigido particularmente a los sectores críticos por los repliegues y concesiones de este período defensivo. La emergencia actual que soporta Venezuela es inentendible al margen del cuadro de situación planteado por la ofensiva regional del imperialismo y las derechas en los últimos años, que coinciden casi en su totalidad con el gobierno de Maduro.
Siguiendo la inspiración bolivariana, Chávez siempre entendió y actuó sobre la base que la línea defensiva de cualquier proceso revolucionario en nuestra región va más allá de sus límites nacionales.
Una región en disputa
Nada indica que el gobierno yanqui – sea con Trump o con Biden – vaya a retroceder de su declarada intención de cercar económicamente a Venezuela para producir el derrumbe del proceso bolivariano. El imperialismo necesita más que nunca afianzar su antigua “política de Estado” de ejercer un control hegemónico sobre nuestro continente. Aun cuando recuperó posiciones que había perdido en los primeros años de este siglo, las mismas no están para nada consolidadas y su influencia actual está a distancia del predominio regional casi absoluto que logró en los años 80 y 90 – con la excepcionalidad de Cuba –, tras el derrumbe soviético y la dispersión de las vanguardias revolucionarias. A diferencia de aquellos tiempos, con la irresuelta crisis económica de 2008 se resquebrajó también el espejismo de las políticas neoliberales irradiadas desde Wall Street, que encandilaron a buena parte de las burguesías latinoamericanas y que a través de sus partidos cooptaron amplios sectores de la población. Como demuestra el rápido eclipse del macrismo, el vasallaje ideológico no se sostiene sin inversiones reales – no meramente especulativas– ni mercados para exportar la producción local, mayormente primaria. Poco de eso hoy puede ofrecerle Estados Unidos a las burguesías del sur que buscan su protectorado, porque está atravesado por serias zozobras económicas, agravadas por la pandemia, una fractura social inocultable, y además acosado en todas las latitudes por la competitividad capitalista de la ascendente producción china.
América latina es hoy un territorio en disputa. No sólo entre esas dos grandes potencias, sino también para las masas crecientemente empobrecidas que, aunque en su gran mayoría, carecen de horizonte estratégico alternativo al de sus explotadores y de organización para imponerlo, no aparecen dispuestas a tolerar la injuria y degradación permanente. En estos días, hasta en la tradicionalmente apacible Costa Rica se vio una importante reacción popular en rechazo a los acuerdos con el FMI que el gobierno está negociando.
Para esa necesidad imperialista de subordinar los países de la región a sus intereses concretos el chavismo fue, desde sus orígenes, un obstáculo mayor. Sin duda en el centro de la confrontación está el papel de los gobiernos bolivarianos en la geopolítica mundial. Las alianzas forjadas con potencias extrarregionales, como Rusia y China, son intolerables para Washington. Tanto o más irritativos fueron los intentos de consolidar tratados y bloques de países de la región sin la injerencia yanqui y al margen de la OEA. Pero sin duda lo que desató definitivamente las furias imperialistas y de todas las derechas nativas, es la acción revulsiva que la prédica ideológica de Chávez y sus propuestas concretas produjeron en la conciencia de los pueblos latinoamericanos. Recuperó como objetivo estratégico de las masas movilizadas no sólo el legado del antiguo socialismo de luchar contra toda forma de explotación humana, sino la imposibilidad de hacerlo exitosamente sin una ruptura radical con los poderes de turno, una potencia revolucionaria que gran parte de la izquierda tenía olvidada o directamente había abandonado. Esto diferencia al chavismo de todos los progresismos.
El reciente triunfo del pueblo boliviano frente a las maniobras del gobierno golpista y la OEA son indicativos claros que las luchas enraizadas en la conciencia popular trascienden y superan retrocesos ocasionales.
El pueblo chavista se prepara para reivindicar su historia el próximo 6 de diciembre.
La Matanza
22.10.20